LA CRISÁLIDA DEL TIEMPO
Por: Alonso Quintín Gutiérrez Rivero
Sentado
sobre el mismo banco de piedra, Anacleto Gutiérrez, recuerda, aquel día de 1914
cuando las 24 mulas del cargamento, se despeñaron por el desfiladero de
Chinivaque, sin que pudiera hacer nada para evitarlo. El tiempo pareció
detenerse mientras volaban aquellas bestias milenarias cortando el aire, a los
abismos. Después, descendió ayudado por los rejos de enlazar, al pie del desfiladero a recoger los aperos entre la maleza. En su memoria quedaría grabado para siempre
aquel momento sinigual de su vida. Claro que a veces le parecía haberlo soñado,
como si regresara de un largo lamento o de un espejismo. Le habían dicho con
simpleza:
-
Usted simplemente
arrié las mulas y entregue el cargamento al señor Duarte Alemán. ¿Alguna
pregunta?
-
Si. ¿Qué contiene el
cargamento?
-
Usted, simplemente
arrié las mulas. Aquí está su paga.
Y le
dieron una gruesa moneda de oro, que no sabía qué hacer con ella, porque,
intuía, que nadie se la recibiría si la
diera para comprar algún mercado. Pero la recibió como si fuera un tesoro.
En la
distancia parecía revelarse el delirio de los españoles en busca del Dorado tan
perseguido por estas tierras por Hernán Pérez
de Quesada, quien había extraviado el camino, cuando iba en busca del
templo del sol después de haber ejecutado cruelmente al zaque Aquiminzaque, al
zipa Zagipa y al cacique Tundama. Los Chitareros solían ascender al Alto de los
Rayos y desde allí contemplar el formidable espectáculo del Nevado. Cuando se
supo de la proximidad de los españoles, buscaron un lugar para guardar los
tesoros que llevarían en su viaje al más
allá.
El
tiempo pasó hasta que un día apareció por estas tierras, un apuesto caballero
que vestía traje negro, capa con voladura, botones de oro, botas de cuero
impecablemente lustradas y sombrero genovés. Su irrupción en el poblado era
todo un acontecimiento. Las gentes murmuraban. Así se fue convirtiendo en
leyenda. Decían que vivía en la La Cueva Brava del Alto de Los Royos, que
aparecía en varios lugares a la vez. Que tenia poderes sobrenaturales…Ejercía
un poder magnético sobre las gentes, mezcla de soberbia y solemnidad. Anacleto,
fue seleccionado para este viaje por su agilidad extrema para amansar potros y
la fuerza descomunal capaz de torcer el cuello de un toro en plena envestida.
No tenía más de catorce años pero mostraba veinte. 1.90 de estatura y una rigidez
de hierro en su conducta. Casi no se le veía sonreír. Cuando le dijeron “Tiene
una misión”. Se limitó a decir “Me gusta”. Y ahí resultó arriero de 24 mulas.
-
¿Qué pasó Pantaleón
Gutiérrez? ¿Por qué regresa sin las mulas?- Le habían preguntado a secas.
-
Hubo un accidente.
Algo asustó a las mulas y…
-
¿Qué pasó?
-
Se despeñaron.
-
¿Se despeñaron?
-
Sí.
En su
destino estaba escrito aquel encuentro con el misterio. Desde ese día huyó por
las montañas alimentándose con hierbas y leche de cabra. La persecución fue
implacable, pero él sabía escabullirse en la maleza. Así le había tocado con las
avanzadas de los liberales antes de “Palo Negro”. Ahora lo importante era salvar el pellejo.
Durante los dos años y un día que duró la persecución dormía sobre las piedras
en los breves claros del bosque. Así hasta cuando perdió el horizonte y empezó
a sentir una extraña rigidez en los músculos, como si aprendiera a morir en
vida. “Los cabuyeros”, lo persiguieron sin éxito por las montañas, del “Alto de
los Rayos”, por los cerros de Carcasí, por las
orillas del “Cuscaneva”. Todo infructuoso. Así hasta que un día cesó la
cacería, pues llegaron rumores de haber encontrado un hombre muerto
bajo el robledal del “Jaguí”, a donde “los Cabuyeros” no se atrevían a entrar por
temor a la picadura de alguna serpiente.
Anacleto,
perdió el rostro en una barba descomunal. Le fueron creciendo las uñas hasta
convertirse en garras y en sus ojos de fiera creció una luz de reciedumbre. Ya
no sintió más la rigidez corporal. Por el contrario adquirió una agilidad
asombrosa tal que podía saltar los zanjones y las quebradas sin mayor
dificultad. Aprendió a disputarse la presa con los animales de la selva y a
vivir en cuevas. Soportaba el frio merced a un espeso pelambre que invadió todo
su cuerpo. Ya no miraba el horizonte con la nostalgia de otros días. Su
costumbre de andar bajo los árboles lo preservó de las quemaduras. Adquirió una
palidez intensa y un cuerpo atlético revestido de grueso pelaje. Cuando se miraba en las aguas
de la laguna de “La Rastra”, creía que era otro quien lo miraba sorprendido. El
tiempo lo convirtió en una especie de salvaje. Lentamente desapareció de su
memoria el pensamiento. En su reemplazo la naturaleza le abrumó con los
instintos y así deambuló por las montañas sin preocupación alguna. Durante este
tiempo no vio a ningún ser humano.
Un día
bajó como de costumbre a la fuente de aguas claras a calmar la sed. De repente
escuchó un canto que le pareció lejano. Una bella joven se acercaba con una
múcura sostenida en la cintura. Como pudo se apartó. Había tal gracia en ese
andar y en ese rostro singular que no resistió la tentación de contemplar. Su
corazón empezó a crepitar. Sintió que el pelambre de su tosca piel desaparecía
y la barba se hacía suave. Contempló extasiado
el singular espectáculo de la joven recogiendo agua en la vasija. Ni
cuenta se dio que estaba en la línea de la visión. Ella lo miró, atraída por
ese cuerpo atlético que rebosaba exuberancia y vigor y esbozó una angelical
sonrisa que quedó para siempre grabada en su débil memoria. Luego regresó
cantando y volteando a mirar de vez en cuando. Desde ese día, Anacleto
Gutiérrez, no pudo vivir en paz. A todas horas lo perseguía aquella visión.
Retornó a su mente el pensamiento y una extraña floración en su alma. Los días
se repitieron hasta que en el delirio de su obsesión no pudo más.
-
¿Quién es usted?
-
Soy hija de Briceida
y Fermín.
-
¿No tiene usted miedo
de mi?
-
No. ¿Debía tenerlo?
-
No. Seré su
protector, si así lo quiere.
-
¿Protector? ¿Cómo un
soldado de las guerra de los mil días?
-
No. Como quien la
ama.
-
¿Usted, a mí?
-
Así es.
-
Entonces adiós.
-
Espere. Lleve esta
flor, si se marchita, no la volveré ver. Si no, aquí la esperaré todos los
días.
-
¿Por qué anda
descalzo, y casi sin ropas?
-
Es una historia larga
de contar.
-
¿Y… quién es usted?
- Anacleto. Me llamo Anacleto Gutiérrez.
-
Es usted muy
fornido.- dijo con altivez
-
Y usted muy hermosa.
Veinte días después volvió aquella visión angelical.
-
¿Murió la flor? – le
preguntó desde un árbol.
-
No. No ha muerto.
-
¿Entonces se casará
conmigo, mi bella desconocida?
Ella rió de buena gana y se limitó a llenar la vasija. Un
momento después desapareció por un camino de flores y hierbabuena.
-
No soy una
desconocida. Soy Eudocia Monsalve. Ese es mi nombre, Anacleto.
-
Seis meses después se
casaban en el templo del pueblo. El padre Miguel Coronado ofició la misa.
Desde entonces vivieron en “Peña Negra”, muy cerca de
“Lomatías”, lugar de parrandas interminables.
Con los años, vinieron, Melquecidec, Adán, Efraín, Eva y
Olimpa. El tiempo transcurría entre los trabajos del hogar y las rencillas de
liberales y conservadores. Las reformas del presidente Alfonso López Pumarejo,
hicieron olvidar el dolor de la pérdida de Panamá aquel tres de noviembre de 1903,
a manos del más pusilánime de nuestros gobernantes: José Manuel Marroquín,
quien se atrevió a decir: “¿Qué me reclaman a mi? Recibí una nación y les
devuelvo dos”.
Anacleto Gutiérrez, sentado sobre el mismo banco de piedra, sacó la moneda de oro de aquel día.
Entonces tomó una resolución: Ir al
despeñadero de Chinivaque y buscar. Esa tarea duró seis meses, al cabo de los
cuales regresó con un cargamento de cinco mulas.
-
Melquecidec, Adán:
ayuden a descargar, usted también Valerio.
El cargamento fue depositado en el aposento a donde solo
Audocia y Anacleto podían ingresar.
Las
decisiones de Anacleto, no se discutían. Un día llamó a los tres hijos y les
dijo:
-
Tienen una misión.
Irán a Pamplona a llevar un encargo. Dentro de veinte días los espera en la
plaza mayor, un señor de nombre Gamal Abdel Abdul. A él le entregarán el
encargo
Y regresan con el paquete que él les entregue ¿Entendido?
Y los tres contestaron:
-
Sí señor.
-
¿Y cuándo viajamos? .
Preguntó Melquecidec.
-
El domingo- Fue todo
cuanto dijo y desapareció bajo una fronda de maíz.
El domingo a las cinco de la mañana tenían enjalmadas 5
mulas y ensillados dos caballos.
-
Ustedes salen de aquí
a las siete. Ese es el encargo. Tomen esto para sus gastos – y les entregó una
moneda gruesa de oro a cada uno, luego, les mostró los diez bultos perfectamente cuadrados, que debían cargar en
las mulas. Después montó a caballo y
desapareció por “Lome E´Gomez rumbo a Chiscas. Sabían que nada se podía
preguntar porque cuando Anacleto se ponía hermético, nadie podía preguntar,
solo Eudocia podía hacerlo cambiar de parecer, pero esa mañana solo dijo:
-
Anacleto, vaya con
Dios. Y… espero que todo salga bien.
-
Así será. Así será-
pareció repetir el eco en la montaña.
-
Los espero en alto de
Chinivaque.
Anacleto, calculó la hora y el paso por aquel camino
angosto que bordeaba el precipicio. Quiso cerciorarse y garantizar el paso
tranquilo de la caravana, pues los recuerdos los abrumaban. Allí llegó con
suficiente anticipación. Todo estaba tranquilo. Hacía un espléndido día. Midió
una y otra vez la travesía y constató que todo estaba bien.
Dos horas después apareció la caravana. Melquesidec, iba
adelante a caballo. Los dos arrieros iban tranquilos. Anacleto los esperaba al
final del angosto camino.
-
Todo va bien
muchachos. Todo va bien.- Se le oyó decir.
Anacleto miró el horizonte y sin saber cómo revivió la
escena de aquella noche. Sintió un extraño escalofrío y una cierta rigidez en
el cuerpo. Le brotaron pelos como cerdas de puerco espín, se le inflamó y
alargó el rostro. Sintió que otra vez le salían pezuñas. Se sintió en la
montaña, con los instintos a plenitud y ya no vio figuras humanas: solo fieras
por todas partes dispuestas a atacarlo. Atacó con pasmosa agilidad el primer
flanco y derribó el primer caballo. Después las mulas, una a una fueron
lanzadas al abismo. Melquesidc apenas si pudo escapar por la ladera. Adán quedó
tendido en el camino con una herida en la pierna y Valerio intentando detener
la caída de una mula envolvió el lazo en la muñeca y se precipitó al vacío con
un alarido aterrador. En el aire pudo soltarse y cayó sobre un matorral sin más
lastimaduras que las producidas por una caída de sesenta metros. Abajo se
oyeron algunos relinchos y después silencio.
Sentado en el banco de piedra, Anacleto medita en esas
cosas mientras hace girar la gruesa moneda de oro entre sus manos.
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