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miércoles, 27 de septiembre de 2017

LA CRISÁLIDA DEL TIEMPO





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LA CRISÁLIDA DEL TIEMPO
Por: Alonso Quintín Gutiérrez Rivero

Sentado sobre el mismo banco de piedra, Anacleto Gutiérrez, recuerda, aquel día de 1914 cuando las 24 mulas del cargamento, se despeñaron por el desfiladero de Chinivaque, sin que pudiera hacer nada para evitarlo. El tiempo pareció detenerse mientras volaban aquellas bestias milenarias cortando el aire, a los abismos. Después, descendió ayudado por los rejos de enlazar,  al pie del desfiladero a  recoger los aperos entre la maleza. En  su memoria quedaría grabado para siempre aquel momento sinigual de su vida. Claro que a veces le parecía haberlo soñado, como si regresara de un largo lamento o de un espejismo. Le habían dicho con simpleza:
-      Usted simplemente arrié las mulas y entregue el cargamento al señor Duarte Alemán. ¿Alguna pregunta?
-      Si. ¿Qué contiene el cargamento?
-      Usted, simplemente arrié las mulas. Aquí está su paga.
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Y le dieron una gruesa moneda de oro, que no sabía qué hacer con ella, porque, intuía, que  nadie se la recibiría si la diera para comprar algún mercado. Pero la recibió como si fuera un tesoro.
En la distancia parecía revelarse el delirio de los españoles en busca del Dorado tan perseguido por estas tierras por Hernán Pérez  de Quesada, quien había extraviado el camino, cuando iba en busca del templo del sol después de haber ejecutado cruelmente al zaque Aquiminzaque, al zipa Zagipa y al cacique Tundama. Los Chitareros solían ascender al Alto de los Rayos y desde allí contemplar el formidable espectáculo del Nevado. Cuando se supo de la proximidad de los españoles, buscaron un lugar para guardar los tesoros que llevarían  en su viaje al más allá.
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El tiempo pasó hasta que un día apareció por estas tierras, un apuesto caballero que vestía traje negro, capa con voladura, botones de oro, botas de cuero impecablemente lustradas y sombrero genovés. Su irrupción en el poblado era todo un acontecimiento. Las gentes murmuraban. Así se fue convirtiendo en leyenda. Decían que vivía en la La Cueva Brava del Alto de Los Royos, que aparecía en varios lugares a la vez. Que tenia poderes sobrenaturales…Ejercía un poder magnético sobre las gentes, mezcla de soberbia y solemnidad. Anacleto, fue seleccionado para este viaje por su agilidad extrema para amansar potros y la fuerza descomunal capaz de torcer el cuello de un toro en plena envestida. No tenía más de catorce años pero mostraba veinte. 1.90 de estatura y una rigidez de hierro en su conducta. Casi no se le veía sonreír. Cuando le dijeron “Tiene una misión”. Se limitó a decir “Me gusta”. Y ahí resultó arriero de 24 mulas.
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-      ¿Qué pasó Pantaleón Gutiérrez? ¿Por qué regresa sin las mulas?- Le habían preguntado a secas.
-      Hubo un accidente. Algo asustó a las mulas y…
-      ¿Qué pasó?
-      Se despeñaron.
-      ¿Se despeñaron?
-      Sí.

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En su destino estaba escrito aquel encuentro con el misterio. Desde ese día huyó por las montañas alimentándose con hierbas y leche de cabra. La persecución fue implacable, pero él sabía escabullirse  en la maleza. Así le había tocado con las avanzadas de los liberales antes de “Palo Negro”.  Ahora lo importante era salvar el pellejo. Durante los dos años y un día que duró la persecución dormía sobre las piedras en los breves claros del bosque. Así hasta cuando perdió el horizonte y empezó a sentir una extraña rigidez en los músculos, como si aprendiera a morir en vida. “Los cabuyeros”, lo persiguieron sin éxito por las montañas, del “Alto de los Rayos”, por los cerros de Carcasí, por las  orillas del “Cuscaneva”. Todo infructuoso. Así hasta que un día cesó la cacería, pues llegaron   rumores de haber encontrado un hombre muerto bajo el robledal del “Jaguí”, a donde “los Cabuyeros” no se atrevían a entrar por temor a la picadura de alguna serpiente.
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Anacleto, perdió el rostro en una barba descomunal. Le fueron creciendo las uñas hasta convertirse en garras y en sus ojos de fiera creció una luz de reciedumbre. Ya no sintió más la rigidez corporal. Por el contrario adquirió una agilidad asombrosa tal que podía saltar los zanjones y las quebradas sin mayor dificultad. Aprendió a disputarse la presa con los animales de la selva y a vivir en cuevas. Soportaba el frio merced a un espeso pelambre que invadió todo su cuerpo. Ya no miraba el horizonte con la nostalgia de otros días. Su costumbre de andar bajo los árboles lo preservó de las quemaduras. Adquirió una palidez intensa y un cuerpo atlético revestido de  grueso pelaje. Cuando se miraba en las aguas de la laguna de “La Rastra”, creía que era otro quien lo miraba sorprendido. El tiempo lo convirtió en una especie de salvaje. Lentamente desapareció de su memoria el pensamiento. En su reemplazo la naturaleza le abrumó con los instintos y así deambuló por las montañas sin preocupación alguna. Durante este tiempo no vio a ningún ser humano.
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Un día bajó como de costumbre a la fuente de aguas claras a calmar la sed. De repente escuchó un canto que le pareció lejano. Una bella joven se acercaba con una múcura sostenida en la cintura. Como pudo se apartó. Había tal gracia en ese andar y en ese rostro singular que no resistió la tentación de contemplar. Su corazón empezó a crepitar. Sintió que el pelambre de su tosca piel desaparecía y la barba se hacía suave. Contempló extasiado  el singular espectáculo de la joven recogiendo agua en la vasija. Ni cuenta se dio que estaba en la línea de la visión. Ella lo miró, atraída por ese cuerpo atlético que rebosaba exuberancia y vigor y esbozó una angelical sonrisa que quedó para siempre grabada en su débil memoria. Luego regresó cantando y volteando a mirar de vez en cuando. Desde ese día, Anacleto Gutiérrez, no pudo vivir en paz. A todas horas lo perseguía aquella visión. Retornó a su mente el pensamiento y una extraña floración en su alma. Los días se repitieron hasta que en el delirio de su obsesión no pudo más.
-      ¿Quién es usted?
-      Soy hija de Briceida y Fermín.
-      ¿No tiene usted miedo de mi?
-      No. ¿Debía tenerlo?
-      No. Seré su protector, si así lo quiere.
-      ¿Protector? ¿Cómo un soldado de las guerra de los mil días?
-      No. Como quien la ama.
-      ¿Usted, a mí?
-      Así es.
-      Entonces adiós.
-      Espere. Lleve esta flor, si se marchita, no la volveré ver. Si no, aquí la esperaré todos los días.
-      ¿Por qué anda descalzo, y casi sin ropas?
-      Es una historia larga de contar.
-      ¿Y… quién es usted?
- Anacleto. Me llamo Anacleto Gutiérrez.
-      Es usted muy fornido.-  dijo con altivez
-      Y usted muy hermosa.
Veinte días después volvió aquella visión angelical.
-      ¿Murió la flor? – le preguntó  desde un árbol.
-      No. No ha muerto.
-      ¿Entonces se casará conmigo, mi bella desconocida?

Ella rió de buena gana y se limitó a llenar la vasija. Un momento después desapareció por un camino de flores y hierbabuena.

-      No soy una desconocida. Soy Eudocia Monsalve. Ese es mi nombre, Anacleto.
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-      Seis meses después se casaban en el templo del pueblo. El padre Miguel Coronado ofició la misa.
Desde entonces vivieron en “Peña Negra”, muy cerca de “Lomatías”, lugar de parrandas interminables.

Con los años, vinieron, Melquecidec, Adán, Efraín, Eva y Olimpa. El tiempo transcurría entre los trabajos del hogar y las rencillas de liberales y conservadores. Las reformas del presidente Alfonso López Pumarejo, hicieron olvidar el dolor de la pérdida de Panamá aquel tres de noviembre de 1903, a manos del más pusilánime de nuestros gobernantes: José Manuel Marroquín, quien se atrevió a decir: “¿Qué me reclaman a mi? Recibí una nación y les devuelvo dos”.
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Anacleto Gutiérrez, sentado sobre el  mismo banco de  piedra, sacó la moneda de oro de aquel día. Entonces tomó una resolución:  Ir al despeñadero de Chinivaque y buscar. Esa tarea duró seis meses, al cabo de los cuales regresó con un cargamento de cinco mulas.
-      Melquecidec, Adán: ayuden a descargar, usted también Valerio.

El cargamento fue depositado en el aposento a donde solo Audocia y Anacleto podían ingresar.
Las decisiones de Anacleto, no se discutían. Un día llamó a los tres hijos y les dijo:
-      Tienen una misión. Irán a Pamplona a llevar un encargo. Dentro de veinte días los espera en la plaza mayor, un señor de nombre Gamal Abdel Abdul. A él le entregarán el encargo
Y regresan con el paquete que él les entregue ¿Entendido? Y los tres contestaron:
-      Sí señor.
-      ¿Y cuándo viajamos? . Preguntó Melquecidec.
-      El domingo- Fue todo cuanto dijo  y desapareció bajo  una fronda de maíz.
El domingo a las cinco de la mañana tenían enjalmadas 5 mulas y ensillados dos caballos.
-      Ustedes salen de aquí a las siete. Ese es el encargo. Tomen esto para sus gastos – y les entregó una moneda gruesa de oro a cada uno, luego, les mostró los diez bultos  perfectamente cuadrados, que debían cargar en las mulas. Después montó  a caballo y desapareció por “Lome E´Gomez rumbo a Chiscas. Sabían que nada se podía preguntar porque cuando Anacleto se ponía hermético, nadie podía preguntar, solo Eudocia podía hacerlo cambiar de parecer, pero esa mañana solo dijo:
-      Anacleto, vaya con Dios. Y… espero que todo salga bien.
-      Así será. Así será- pareció repetir el eco en la montaña.
-      Los espero en alto de Chinivaque.
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Anacleto, calculó la hora y el paso por aquel camino angosto que bordeaba el precipicio. Quiso cerciorarse y garantizar el paso tranquilo de la caravana, pues los recuerdos los abrumaban. Allí llegó con suficiente anticipación. Todo estaba tranquilo. Hacía un espléndido día. Midió una y otra vez la travesía y constató que todo estaba bien.
Dos horas después apareció la caravana. Melquesidec, iba adelante a caballo. Los dos arrieros iban tranquilos. Anacleto los esperaba al final del angosto camino.

-      Todo va bien muchachos. Todo va bien.- Se le oyó decir.

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Anacleto miró el horizonte y sin saber cómo revivió la escena de aquella noche. Sintió un extraño escalofrío y una cierta rigidez en el cuerpo. Le brotaron pelos como cerdas de puerco espín, se le inflamó y alargó el rostro. Sintió que otra vez le salían pezuñas. Se sintió en la montaña, con los instintos a plenitud y ya no vio figuras humanas: solo fieras por todas partes dispuestas a atacarlo. Atacó con pasmosa agilidad el primer flanco y derribó el primer caballo. Después las mulas, una a una fueron lanzadas al abismo. Melquesidc apenas si pudo escapar por la ladera. Adán quedó tendido en el camino con una herida en la pierna y Valerio intentando detener la caída de una mula envolvió el lazo en la muñeca y se precipitó al vacío con un alarido aterrador. En el aire pudo soltarse y cayó sobre un matorral sin más lastimaduras que las producidas por una caída de sesenta metros. Abajo se oyeron algunos relinchos y después silencio.

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Sentado en el banco de piedra, Anacleto medita en esas cosas mientras hace girar la gruesa moneda de oro entre sus manos.






















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