MARÍA
DE JESÚS RIVERO CASTELLANOS
¿Por
qué te fuiste si aquí estabas bien y te querían? La noche es humo y el viento
música celeste. Tal vez no escuches mis palabras porque ya estás lejos. Un día te fuiste haciendo luna y risas
y alegría. Claro, era el esplendor de tu hermosa juventud. Te fuiste haciendo
brisa. Lugar donde los pájaros cantan amaneceres y el cielo despeja nubes para verte pasar altiva y señorial. Creo
que eras feliz. Nadie recuerda un reproche tuyo ni menos una queja. Heredaste
ese temple y el goce de las cosas simples. Viste en la claridad del día la
página en blanco de tu vida y le otorgaste a los tuyos el milagro de tu voz, la nobleza de tus actos. Eras todo. Pasaste
inadvertida por los mares de la ausencia
y nunca te quejaste en esas lejanías. La
ausencia era costumbre en esas tierras bravías. Quizás quienes sí te
conocieron, puedan recordarte con acierto. Cómo era tu voz, tu sonrisa y las
cosas que te hacían feliz. Ahora es tiempo de amar la perplejidad. La curva del
sentimiento inclinada a la eternidad. Hasta siempre.
POR SENDEROS DE PLATA Y ORO
Por: Alonso Quintín Gutiérrez Rivero.
La
leyenda decía que todas las noches, un caballo de plata atravesaba el puente de
piedra y se perdía en la montaña, pero al amanecer regresaba, convertido en
silencio. Humo y silencio. El paisaje se perdía en esa neblina arrebatada al
misterio de las cosas, como si nadie escuchara o simplemente, como la voz
inaudible de alguien que quería contar o pasar desapercibido. ¿Fue una visión o
un espejismo? ¿Acaso un canto truncado de algo que podía ser concebido en la
irrealidad? Lo cierto es que nadie pudo descifrar ese silencio, escondido
detrás de las hojas, que levitaba entre la sombras y concebía formas,
murmullos, vestigios de un azul caminante, venido de los senderos del alba.
En la
trepidante espesura del silencio todo es posible: una silueta, un relámpago, un
laberinto. Algo que suscita el viento. Un intocado arpegio que nos devuelve al
raudal de los recuerdos.
Hacia
el año 1947, Segundo, o “Riveros”, como le decía cariñosamente Marina, su
querida esposa, era un joven apuesto de exacerbada vitalidad. Para muchos, era un aventurero que se divertía en las montañas
del Alto de los Rayos, cazando zorros, guartinajos y nutrias. Debió aprender el arte de la
cetrería, porque sabía dónde habitaban las águilas y las domesticaba. Las veía
planear por encima de los Altos de San
Gabriel y perderse en el horizonte, rumbo al nevado del Cocuy. Sabía
enviar mensajes a los habitantes detrás
del nevado, simplemente atando en las pastas de un halcón o de una águila, el
papelito con las letras: “Atentos, el paisaje se mueve en dirección contraria”.
De esa manera sabían que la guardia partidista estaba por entrar. Así aprendió
el lenguaje de las lejanías. Casi siempre traía en su mochila alguna codorniz,
un armadillo, una pava o una nutria. De tanto mirar el cielo se le volvieron
los ajos azules, como si tuviera ansias de infinito o tal vez de tanto escuchar las oraciones de la madre
Rosalía, estaba convencido de las cosas del más allá.
Las
demenciales reyertas entre liberales y conservadores, poblaban estas tierras de
lamentos. De pequeño, supo que dormir en el monte, era una manera de favorecer
la vida como se lo había dicho Pánfilo, su padre. Pero para él era una
diversión. Aprendió a descifrar los secretos de la noche y a oír la brisa
musitando tonadas en los sauces. Bajaba al pueblo y al toque de las campanas,
vibraba su corazón como si las campanas le hablaran de Dios, en su lenguaje de
bronce. Con apenas trece años, Segundo espió la pena del naufragio humano, tras
la brutal arremetida de un embustero, que sin pensarlo dos veces lo agredió a
cuchilladas en presencia de una horda de forajidos que celebraba la brutal
embestida, simplemente porque lo identificaban como del partido conservador.
En su
rostro no aparecían las huellas de las penas. Él era inocente y travieso.
Cuando le preguntaron quién era el presidente vitalicio de su país, simplemente
dijo: “Un demócrata, vestido de payaso”. Pero nadie entendió lo que quiso
decir. Parecía saber o intuirlo todo. Una tarde se quedó mirando las maniobras
infernales que hacían los aviones bimotores sobre la “Cruz Chiquita” y dijo que
eran Los Sueños de Ícaro, porque era un hombre volando con alas de águila
pegadas a su espalda, sin otra protección que su inigualable capacidad para
asombrar la muerte.
A veces
intuía las razones del abuelo Pedro Juan, como un salmo o como una profecía a punto de cumplirse.
Cada domingo, las calles empedradas del pueblo se llenaban de discordias.
Hombres enloquecidos por el licor o por la fiebre partidista, cortaban el aire
con sus poderosos cuchillos y sembraban en las entrañas de sus congéneres el
oscuro pasadizo de la muerte. El padre Miguel Coronado exhortaba desde la
gradería del atrio: “En nombre de Dios, detengan la matanza”. Nada. Solo gritos
y lamentos. Las gentes corrían, los
caballos corrían, saltaban por encima de los moribundos y el padre: “Deténganse
en nombre de Dios”. Así hasta que los cuchillos cesaban y la muerte cantaba
victoria. “Un sorbo de agua y la bendición”, solía decir algún moribundo y él
colocando el cíngulo sobre el pecho decía. “Dios se apiade de este buen hombre”
“Que Dios lo saque de penas y lo lleve a descansar”, contestaban las gentes,
entre sollozos y maldiciones. Así cada domingo, hasta que el pueblo se fue
extinguiendo entre la soledad, el abandono y la resignación.
Segundo
veía pasar los días entre el azar y mansedumbre de un pueblo destinado a
desaparecer sin otra opción que el olvido. Un día, de febrero por cierto del
año 47, Segundo tomó la decisión de su vida: viajar a Bogotá donde tal vez
cambiaría su destino. Su hermano Luis Alfonso
le había dicho: “Fíjese bien lo que hace. Nosotros no somos de ciudad”.
De nada sirvió. Cuando Segundo tomaba una decisión era irrevocable y en su
mente solo estaba escapar de aquella situación sombría. Eso y ayudar a sus
padres. Tal vez pensó que el mundo era redondo y de rebote regresaría a “La
Islita” a recoger sus pasos infantiles.
Quizá se acordó de la frase aquella de Shakespeare: “La vida es como un
cuento relatado por un idiota; un cuento lleno de palabrería y frenesí, que no
tiene ningún sentido”. O tal vez relacionó su intrincada fiesta con los
murciélagos cuando iba a “La Cueva Brava” y se quedaba pensando, cómo hacen
estos animales para no golpearse en la oscuridad si no ven. Y se dijo: “Si
ellos pueden, ¿por qué yo no puedo encontrar otro camino?” Y decidió lo
inaudito: cambiar de escenario. Hallar otro rumbo. En la oscuridad de un pueblo
que rezaba de día y mataba de noche, era posible otro sendero. Si los
murciélagos salían airosos de los obstáculos simplemente con el rebote de los
sonidos, él podría encontrar otra salida a esa vida de total resignación.
Segundo
presenció el espectáculo de la ciudad. Las gentes corrían en busca del tranvía.
Le fascinaban los cachacos, los sombreros encocados, las corbatas, las camisas
almidonadas y a radio que sonaba a todas horas, con locutores repelentes que
parecían meterse en los oídos a las malas con el noticiero “Todelar”. Hablaban de los Llanos, de Los Chulavitas, de los
padres franciscanos, de los odios partidistas.
Ni él
mismo supo a qué horas resultó enrolado en la policía, como “ Mi Sargento
Rivero”. Vasallo de las tribulaciones del 9
de abril de 1948, quedó aprisionado en los edificios de la escuela
“General Santander” por espacio de tres días hasta cuando decidieron, él y unos
cuantos gendarmes, escapar, pues no había órdenes, ni comandantes a quienes
obedecer. La ciudad parecía bombardeada. Saqueos, matanzas, pillaje y el más
increíble desorden. Mariano Ospina Pérez presidente del país, quedó en medio de
un juego de naipes que a la postre le significó a Colombia las muertes de
200.000 compatriotas. Segundo sugirió esa mañana del 12 de abril, pintar las
volquetas de rojo para salir con alguna opción de vida y así lo hicieron. Las gentes corrían
gritando: “Chulavitas”. Entonces la preocupación fue mayor pues el temible
Sargento Briceño, arrasaba todo a su paso y las volquetas pintadas de rojo,
ofrecían mayor peligro a sus ocupantes. De repente al girar por la calle 13 con
carrera 30, apareció una horda disparando en forma indiscriminada y las
volquetas se volvieron objetivo de guerra. Segundo entendió que había llegado
su hora y resuelto se atrincheró en la tolva. Las balas zumbaban, sacaban
chispas y partían los vidrios. Tres agentes cayeron acribillados. Él y dos
compañeros resistieron el ataque hasta agotar la munición. Entonces levantaron
los brazos y con las armas en alto gritaron: “Somos policía nacional. No disparen”. Por toda respuesta se oyó una
descarga y los tres cayeron al piso del platón. Había catorce cadáveres. Siguió
el asalto y la bayoneta calada. Segundo percibió en medio de fuego, la sangre
caliente que manaba de su cabeza. Todo sucedió con extremada rapidez. La furia
enceguecía a los agresores. Segundo sintió las pisadas encima de su cuerpo maltrecho,
pero no lo hirió ninguna bayoneta. Después gritos y maldiciones. La horda
abandonó con rapidez la volqueta. Alguien ordenó: “Métanle candela… quemen a
esos hijueputas cachiparros”. El motor empezó a arder mientras gritaban:
“Avanzada, avanzada” y se replegaron por la calle trece rumbo a la estación del
ferrocarril. Segundo se tocó la frente que manaba sangre en abundancia, pero
estaba consiente. Se sintió con fuerzas para escapar del incendio. Con lentitud
giró su cuerpo sobre los cadáveres hasta la parte posterior del vehículo y
desde allí saltó al pavimento, justo cuando el incendio invadía la cabina y el
platón. En la acera encontró a su amigo Antonio Vargas, “Varguitas” como le
decían, agonizando. “Nos vamos Varguitas”, le dijo con más incredulidad que
certeza. “No. Riveros. No. Usted váyase. Saque del bolsillo de la camisa una
fotografía y dele estos cincuenta pesos a mi mamá. Ella se llama Luidina…
Luidina Veloza”. Dijo y expiró. Segundo intuyó que aquella misión era un
imperativo de obligatorio cumplimiento y a eso dedicó sus esfuerzos en los días
que siguieron. El disparo apenas había rosado la cabeza. Eso le permitió
sobrevivir. Eso y la abundante sangre que le bañaba el rostro y manchaba la
chaqueta militar.
Encontrar
a Luidina Veloza, era su reto. A los dos día la encontró en la estación de
policía preguntando por su esposo Alfonso Vargas “Varguitas”. Con diplomacia se
le aproximó y casi sin mediar palabra, como era su costumbre, le mostró la
fotografía y un billete de cincuenta pesos. Ella lo miró consternada, inclinó
la cabeza y sollozó un momento. “No bastó el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán…
también a mi me mataron”. “Dijo que le entregara esto…” Segundo fingió una
sonrisa. Luidina lo abrazó, tal vez buscando refugio a su pena. “También a mí
me mataron…” Volvió a decir sobre el hombro de Segundo. “Nuestra tragedia no es
morir, nuestra tragedia es vivir, pero tenemos que hacerlo para perpetuar su
memoria”. No supo cómo lo dijo. La mujer pareció calmarse y desapareció en
medio del vocerío atrincherado en el dolor de los desaparecidos.
Cuando
lo trasladaron a “Agua de Dios”, creyó que había escapado de una juventud
insultante, pero no fue así. Rápidamente se ganó el aprecio del comandante y el
respeto de los habitantes. Algún misterio rodeaba esa sonrisa y ese temple
imperturbable, que lo hacía irresistible y enigmático, casi adorable y
soberbio, como si a todos sometiera con su magnetismo en la filosofía del más
desprevenido caminante del “Alto de los Rayos”. Era el rey sin ser el rey.
Obedecía y se hacía obedecer. Siempre silencioso y reflexivo, parecía meditar
cada movimiento. Encomendarse a Dios era asunto de imperativo cumplimiento.
Ese sábado
14 de noviembre de 1951, Segundo salió,
como de costumbre a desayunar, después del turno de guardia de media noche. No se sabe por qué extravió el
camino y siguió por un sendero lleno de hojas. Había llovido la noche anterior
y había un olor a geranios y azucenas. Un aroma sensual irresistible. Segundo miró el cielo
despejado. El aire era tibio y sosegado. Sonrió para sí y se dijo: “Qué día,
Dios mío. Gracias por este día”. Era su costumbre hablar a solas con Dios, como
si Él, escuchara sus pensamientos. Al voltear la esquina del parque, se vio de
pronto, sometido a una extraña agitación. Se agrandaron sus ojos. Un temblor
recorrió todo su cuerpo y el corazón se aceleró. A su encuentro, jugando con la
brisa mañanera, venía una hermosa joven. Inocente en su andar y desprevenida le
dijo: “Buenos días capitán”, pero él no pudo contestar. Se limitó a hacer una
venia. Quedó paralizado pegado a la pared como un papel mojado y la siguió con
la mirada como si lo hubiera magnetizado. Cuando se repuso, la bella mujer que
mediaba entre la niñez y la juventud, había atravesado el parque y se disponía
a entrar a la panadería de Ventura Andrade. Volteó a mirar y a la distancia
pareció decirle con el pensamiento: “¿Qué pasa capitán?”. Aquella gracia. Ese
donaire y semejante explosión de vitalidad le habían aturdido.
Los
días que siguieron fueron de agitación y confusión. No pudo liberarse de
aquella visión salvífica. Se sentía atravesado por una especie de temblor y
fascinación. Sonreía a solas. Recordaba con ansiedad aquel “Buenos días
capitán”.
Agua de
Dios era un pueblo con el estigma de los enfermos de “Hanzen”, o “La ciudad del
dolor” como la llamó Calos Vieco. Allá llegó mi sargento Rivero, a cumplir las
órdenes de la patria conforme se lo había dicho el teniente Zisneros, de los
Zisneros de Zipaquirá. Hasta allá llegaban los rezos de la madre Rosalía y las
imponderables virtudes de Pánfilo, su padre, tan acostumbrado a hacer viajes
descomunales por los páramos de Guantiva hasta llegar a Bogotá con un baúl a la
espalda, lleno de huevos y pan después de 18 días de camino. Él le enseñó que
eso de viajar a solas por esos tiempos no era bueno porque en las largas
jornadas de Macaravita a Chiquinquirá, salían asaltantes y les robaban las
riolinas,(o dulzainas), los tiples y bandolas, a más de la plata hecha con
mucho esfuerzo para llegar a los pies de la venerable imagen, descubierta una
tarde del año 1535 por la india María
Ramos en las afueras de Tinjacá, cuando se le apareció entre luces y fuegos
iluminando la tarde y de paso a los devotos
de Colombia. Quizá eso fue lo que pasó: Segundo no supo a qué horas se
transformó en ese galán que cualquier mujer hubiera querido conquistar.
Una
mañana llegó a casa de los Medina, so pretexto de pedir una información para la
policía. De forma inesperada alguien abrió la puerta con rapidez y otra vez
volvió a escuchar: “Buenos días capitán”. “Buenos días señorita, ¿cómo descubre
usted el rango militar?”, dijo casi en apuros “Ah. Pues por el porte y la
elegancia. Usted es muy elegante”. No supo que decir, aquella mirada alegre,
ese talle perfecto y esa belleza simpar, lo habían cautivado de nuevo y
sometían otra vez su voluntad. “Nos
podrían facilitar una información? Es para la policía”. “Sí. Eso se nota que es
para la policía pero…” “Siga caballero” le dijeron de adentro. Se oyó la voz de
trueno del Sargento Arturo de Jesús Medina, para quien la policía era asunto de
gran importancia, como se lo habían enseñado los combatientes de “la guerra de
los mil días”. “¿Qué quiere, Rivero?”, Le preguntó a secas. “Solo algunas
pautas de sanidad…es una solicitud del hospital”. “Ah, y qué carajos tiene que
ver la policía con el hospital? Siga y se toma un tinto. ¿Le gusta el tinto?”
“Sí. Gracias”. Ese día Segundo intuyó la prestancia de la familia Medina Tovar,
y el terreno difícil que pisaba. El
sargento Medina, gozaba de prestigio, respeto y riqueza. En su casa se obedecía
al pie de la letra sus órdenes. El pueblo obedecía de igual manera.
Desde
entonces Segundo Rivero, fue bien recibido en casa de los Medina. Tomaba tinto,
conversaba con el sargento Arturo de Jesús y claro, las ocurrencias de la bella Marina, siempre
activa y risueña así hasta que un día no pudo más y en el cruce del parque cerca
a la palmera se la encontró y le dijo a secas: “Adios reina de mis amores,
esposa mía”. “Escuche capitán: yo soy una niña, no su esposa”. “Sí, pero quiero
que sea mi esposa”. Ella lo miró con detenimiento, hizo un círculo en torno
suyo y le dijo: “Se imaginan: esposa de un capitán… ja, ja, ja” Y partió
haciendo caballito. “Marina, escuche…” pero ya estaba lejos.
De
todos modos, a las cuatro de la mañana del sábado 15 de enero del año 1951,
Marina escapó de su casa por la ventana. Segundo esperaba más asustado
que ansioso en el parque de Tocaima. Hasta allá se había comprometido a
llevarla Mendivelso Zambrano, el hombre del Crysler 48. Media hora después, el
padre Eugenio Cuesta les impartía la bendición como marido y mujer. Marina acababa de cumplir 14 años.
A las
6:30 llegaron a la casa, con una partida de matrimonio y un temor que venció el
amor. “Sargento: Marina y yo nos casamos. Esta es la partida de matrimonio”. Y
extendió el papel sellado con la firma sacerdotal de la parroquia de Tocaima.
Durante tres meses, Marina no pudo salir de la casa, ni le permitieron hablar
con Segundo, hasta que un día: “Arturo: Marina se casó y debe cumplir su
destino”. Eran las palabras que esperaba aquel hombre monolítico, hecho en las
palestras draconianas, de donde regresaba vencido por sus viejas convicciones.
“Marina: usted se casó. Su deber ahora es cumplir como se debe al lado de su
esposo”. Casi dice “Si mi capitán”, pero se abstuvo. Desde entonces, Segundo y
Marina vivieron como marido y mujer, bendecidos por los padres quienes solían
hacer bromas cuando Marina, en forma agraciada decía “Sí mi capitán”, cada vez
que Segundo le solicitaba algún favor. Segundo la trató con delicadeza y amor.
Marina, veneraba su voluntad y el prestigio que ganaba en las fuerzas armadas,
así hasta que un día dejó de decirle “Si mi Capitán”, para llamarlo
simplemente: “mi amor”.
Pero el
Sargento Arturo de Jesús, se sintió herido en su amor propio y acudió a sus
influencias para buscar el traslado de Segundo a Contratación, Santander donde
permaneció por dos largos años, hasta que un día Marina, miró de frente a su
antiguo capitán y le dijo: “Esta vida y esta suerte, no la merecemos. Mañana
mismo viajo a Agua de Dios a hablar con mi padre”. Segundo la miro atónico,
incrédulo. “Se va a enfrentar a la furia del Sargento Arturo y…” “Si. Ya sé que
me va a matar. Pues si así es, así será, pero de aquí tenemos que salir”.
Tres
días después, los dos descendían de un bus destartalado cerca del parque
principal. “Omar, hijo: ¿Ve ese hombre de bigote y barba blanca? Vaya y lo saluda
y le dice: buenos días abuelo”. El niño obedeció. Cuando Arturo vio esos ojos
risueños y sus bracitos alargándose para abrazarlo, el sargento Arturo se
derrumbó, en un sollozo imperceptible. Y… lo abrazó con tal ternura como no lo
había hecho nunca. “¿Y Su mamá”. “Está ahí”, y señaló en dirección de la
esquina. Marina avanzó resuelta a jugarse la vida. “Papá. Aquí estoy. Vengo del
destierro al que nos envió a pedir su ayuda”. El sargento Arturo no soltaba la
mano de Omar. Le parecía gracioso y perfecto. A la puerta salió María de Jesús,
quien se abalanzó y la abrazó con frenesí. Segundo parecía una estatua de sal.
Por su mente desfilaron las figuras históricas de la madre Rosalía y de
Pánfilo, solitarios en su finca de “La Islita”. No se sabe por qué no pudo
contener una lágrima. “María: hoy nos vamos a almorzar fuera, donde Tomasa. Que
el mundo se vuelva al revés. Hoy es mi día!” Y alzó en vilo al niño. Después lo
sentó sobre los hombros y se fue juagando. Un niño jugando con otro niño.
El
regreso de Marina y Segundo propició que de inmediato el sargento Arturo
moviera sus influencias y tres días después llegara la orden del comando
central, trasladando de inmediato a Segundo Pánfilo Rivero Castellanos, de
Contratación a Agua de Dios, donde vivió a plenitud con suegros, amigos y
capitanes de penacho encopetado.
A veces
Marina se quedaba pensativa, como si viviera un mundo extraño, lejos de su
bella Agua de Dios. Tarceti, decía que la virtud del sacrificio y del amor no
tiene límites en el corazón de la mujer y tenía razón, Marina probó la hiel de
la zozobra en esas tierras bravías de Santander, donde la revolución era una
forma de trazarle círculos a la tragedia nacional, después de aquel 9 de abril
que partió en dos la historia de Colombia.
Aquella
tarde de 18 de julio del año 53, la avanzada liberal había alcanzado la plaza
mayor a punta de cuchillo y de fusil. La policía acorralada contra el atrio del
templo, resistía el ataque. El padre
Zabala exhortaba desde el ventanal de la casa cural: “¡En nombre de Dios y de
su santa iglesia, deténganse!”. Por toda respuesta una lluvia de plomo destrozó
los ventanales de madera y el sacerdote apenas si pudo esquivar la muerte.
“Estamos
perdidos”. Dijo el comandante Miguel Arismendi. Aquí nos acabaron a todos.
Repliéguense al interior del templo”. Por los cuatro costados de la plaza
asomaban rifles y bayonetas. “¡Comandante. Deme la orden. Yo hablo con esa chusma!”, dijo Segundo, viendo
que todo estaba perdido. “No puedo autorizarlo Rivero. Lo matarían”. Pero
Segundo sabía por qué lo decía. Conocía
las debilidades de los revolucionarios, iletrados, hambrientos, semidesnudos y
con escasos conocimientos del poderío militar. “No Rivero. Usted se queda”.
Pero ya era tarde, Segundo se lanzó al frente saltando por encima de la
barricada. Una lluvia de balas arrasaba la tierra a cada paso. Usando la
estrategia de zig-zag, logró llegar cerca de la avanzada. “Alfredo Estupiñán,
de la orden de cese al fuego”, después izó el pañuelo a manera de bandera de
paz. Se oyó una nueva descarga. En instantes, fue rodeado por un grupo de 20
combatientes. “Alto. No disparen. ¿Usted está loco, o quiere ser el primer
mártir del pueblo de Contratación”. “No. Solo quiero evitar más muertes
inútiles, Alfredo. De la orden de regreso”. “No Riveritos, nosotros vinimos por
lo que vinimos y la policía es maíz tostado…hasta hoy hubo policía en este
pueblo”. Y dio la orden de seguir
disparando “¿Y qué hacemos con este, lo llevamos preso o la matamos?”. “¡Fisilenlo!”.
Iban a
disparar cuando se oyó un grito de guerra lanzado por una mujer. De inmediato los fusiles apuntaron a otro lado
donde una mujer de enaguas largas, cinturón ancho y sombrero de paja, portaba
un fusil y cananas terciadas. La mujer avanzaba por entre las balas como una
visión apocalíptica. “¡Deténgase demonio, o la matamos!”. Por toda respuesta la
mujer avanzó resuelta en dirección de los fusiles. “Disparen maldita sea”. Se
oyó la voz de un combatiente. “¡Un momento Jenaro: ni curas, ni niños, ni mujeres!
No vinimos a matar mujeres.” La voz de Alfredo se oyó nítida. “¿Qué esperan?
Disparen cobardes”. Gritó la mujer. “Disparen cabrones, o es que les faltan
cojones?”. Y Alfredo el líder: “No vinimos a matar mujeres.
Váyase. Este no es asunto suyo.” “¡Chusmeros
de mierda, váyanse al carajo!” . Volvió a increparlos la mujer. “No somos
chusmeros. Somos revolucionarios. Baje el arma en nombre de la revolución!”. La
mujer seguía avanzando, resuelta a todo. “¿Revolución? ¿Cuál revolución?
Mientras ustedes se matan, incendian y asesinan en nombre de la revolución, los
gobernantes y los ricos de este país, se ríen de ustedes. Les interesa que los
pobres se enfrenten en nombre de la revolución. Mírense. Sin ropas,
hambrientos, sin familias, ustedes son los mandaderos pendejos de ese enjambre
de oligarcas, que se ríe de su revolución”. Del otro lado no se oyó una voz, ni
un fusil. Nada. Silencio. “Aja, y ¿Qué nos aconseja sabionda?” “Pues que se
larguen. Que regresen. Aquí solo hay gentes de su mismo pueblo. ¿Desde cuándo
se matan entre sí? Y todo por qué. Por pendejos. Por piones y mandaderos.
¿Desde cuándo los jornaleros y gañanes aprendieron a odiarse y a matar? Desde
cuando les dijeron que hay que defender un color político, para que los
oligarcas, llenen sus arcas y vivan tranquilos, mientras ustedes se matan. ¿No
les parece estúpido?... ¿No es estúpido? Cuántos de ustedes aprendieron a odiar
sin saber por qué? ¿A cuántos les mataron su familia y nunca supieron por qué?
¿Son estúpidos o qué? Regresen a sus casas y dejen ese embeleco de la
revolución. La única revolución es el trabajo. Las cosas malhabidas nunca
prosperan. Váyanse”. “¿Y la policía, qué?”. “Ellos cumplen su deber y su deber
es proteger la población. Váyanse ya”. Del otro lado se oyó un rastrilleo y un
rumor sordo.
Cuando
Marina llegó al sitio donde Segundo, esperaba morir, todo estaba desolado.
Reinaba un silencio parecido al silencio de los sepulcros. Segundo la abrazó.
Apenas si dijo “¡ Con razón dicen que las mujeres consiguen aquello que ni el
demonio se atreve a intentar”. Y la abrazó con ternura “¿Qué dijo mi amor?”.
“Nada”. Pero en su mente giraba a gran velocidad la sentencia socrática “Hay
mujeres que comprenden hasta lo que ignoran; pueden ver lo invisible”.
Desde
aquella tarde Marina fue recibida en el comando de la policía con respeto y
admiración. Semejante coraje, subyugaba a los gendarmes quienes se inclinaban
para saludarla en señal de reverencia. El cura del pueblo la exaltó en la
homilía y las banderas se izaron en su nombre. La patria se deshacía en retazos
de valor.
La
amnistía del gobierno después del golpe militar, del año 57 lo llevó a Puerto
Boyacá donde conoció a Luis Enrique Quiñonez, el hijo de Hortensia y Enrique y
lo alojó en su casa por espacio de cinco meses. Después pasaría como
administrador de distintos clubes de la policía en Tunja, Bogotá, Girardot y
Tocaima.
A veces
Marina recordaba esas inverosímiles hazañas, como una forma de perplejidad
terrenal en medio de la descomposición nacional. Mientras el país avanzaba, la
mentalidad retrocedía, por culpa de los gamonales y prohombres de este país del
Sagrado Corazón. A veces Segundo se quedaba mirando ese portento de mujer y de
belleza y se decía en su corazón “Quien no admira con devoción la belleza
femenina, no sabe apreciar la más perfecta obra de Dios”.
Años
después Marina recordaría la historia del caballo blanco de la caballería. No
era costumbre tener caballos blancos en las caballerizas de Usaquén, pero allí
arribaron dos ejemplares magníficos para la escuela de carabineros. Segundo
había accedido a ese curso por sus méritos. Cuando le dijeron elija su caballo,
él eligió uno de los blancos, que lo acompañó por dos años. Montar aquel
caballo, le deba cierta prestancia. Una tarde salieron a patrullar por los
contornos del parque nacional. Un franco tirador disparó de entre los árboles y
derribó a uno de sus compañeros. De inmediato se desató la persecución usando
la estrategia militar del candado, pero el asesino había desaparecido entre los
árboles, rumbo al “Alto del Cable”. Todos estuvieron de acuerdo en que la
búsqueda era infructuosa, sobre todo porque ya empezaba a anochecer. Segundo
contempló la escena de dolor cuando trasladaban al moribundo a la Clínica San
Pedro Claver. “Teniente: ese hombre no debe estar lejos. Permítame ir por él”.
Dijo con sorda rabia. “¿Quién va con Rivero?”, dijo el teniente “Yo”, dijo una
voz y se adelantó en posición firme. “Bien. Mucho cuidado. No quiero tener que
lamentar otra pérdida”. “Firmes Teniente”. Y a galope tendido se internaron en
el bosque.
Toda la
noche recorrieron los caminos pedregosos de la montaña, sin ningún resultado.
Amanecía cuando se escuchó un disparo, y
Lozano, se dobló sobre el caballo. “Resista Lozano. Quédese aquí”. La
bala había desgarrado la pierna derecha
de Lozano, pero podía resistir. Segundo espoleó el caballo cuesta
arriba, donde seguro estaba el francotirador.
En seguida se oyeron disparos seguidos de fusil, pero él avanzó resuelto
a jugarse la vida. Luego otros. Ahora
sabía de dónde provenían así es
que se dispuso a controlar la situación. Descendió del caballo y avanzó por
entre la maleza. Cuando estuvo cerca, montó a caballo y se lanzó en envestida
suicida. Se oyó una descarga de fusiles. Entonces no supo en qué país vivía, y
en qué lugar de la tierra respiraba. El caballo atropelló al primer
francotirador que quedó tendido, herido por los cascos del caballo. El segundo
huyó por un pequeño plan a donde lo alcanzó la furia del caballo y lo derribó
haciéndolo rodar por una pequeña pendiente. En la caída perdió el fusil.
Segundo saltó al piso, recogió el arma y gritó: “Queda detenido”. Pero el
hombre saltó sobre un arbusto y de allí a un zanjón, donde se atrincheró con
otra arma que tenía escondida. El sargento Segundo, quedó a merced del criminal
“Le llegó su hora, policía, le llegó su hora”. Segundo oyó un viento raro y un
relincho. El caballo había saltado desde la gran piedra y volaba hacia el
zanjón. El hombre, deslumbrado ante semejante visión descargó el arma, cuando
el animal venía por el aire. Pero no pudo esquivarlo y quedó aprisionado bajo
el enorme peso. Cuando Segundo constató, hombre y animal habían muerto. Por
largo rato sollozó sobre aquel hermoso animal que había ofrendado su vida para
proteger la suya. En su mente llevaría hasta el último momento, la historia de
aquel caballo hecho en la bizarría del más oscuro designio partidista.
Amanecía
cuando Rivero, descendió con el compañero herido y los aperos de “Ritranca
perchero” como lo habían bautizado en la escuela de carabineros.
Algo
quedó rondando su mente desde aquel día. La hazaña que le salvó la vida, vino
de su caballo “Ritranca perchero”. Por más que quiso explicarse, jamás lo
logró. Entonces se dedicó a venerar su nombre año tras año en la celebración de
su cumpleaños. Nadie supo en casa ese aislamiento y ese silencio precisamente
en el día de su cumpleaños. En esa hora de meditación nadie osaba
interrumpirlo. Después reía y bailaba asumiendo la vida en toda su plenitud.
Sus
padres la habían enseñado que “La
ciencia de las ciencias, es la de vivir bien y morir bien” y eso… lo cumplió al
píe de la letra. Cuando el sargento Arturo de Jesús Medina, murió, recordó sus
hazañas en medio de la tempestad partidista y su carácter monolítico. Su
imperturbable temple frente a la muerte y su risa imperdible en medio de la
contienda. Se sentía mejor cuando entraba en acción. Acostumbrado al zumbido de
las balas jamás cedió un centímetro frente al enemigo, ante quien fue temible y
respetado. Cuando alguien se le acercaba con afán de obtener algún beneficio y
le recordaba su portentosa capacidad para resistir y dominar, solía recordar
entre dientes la máxima de Aristóteles: “Todos los aduladores son mercenarios y
todos los hombres de bajo espíritu son aduladores”. Entonces se negaba al
deshonor de ceder y por eso lo consideraban déspota y soberbio, pero siempre
fue afable con los débiles y amable con los valientes.
Supo
resistir los embates de la suerte al afrontar la muerte de sus padres, perdidos
en ese pueblo de lejanías y ostracismos, donde las mirlas cantaban al amanecer
y las campanas de la iglesia llamaban con inocente paciencia a los feligreses.
Pánfilo, tenía la suficiente gallardía para oficiar de amigo y servir como se
debe a los demás en el cumplimiento de los preceptos bíblicos. La madre
Rosalía, oraba con frecuencia durante el día y leía incansable cuando así se lo
permitían los oficios de la casa. Era un espectáculo contando las historias a
los hijos primero y después a los nietos. Decía de memoria aquello de “Estaba
el señor don gato en silla de oro sentado, cuando llegó un gato por el tejado…”
y claro la pequeña historia del “Compadre rico y el compadre pobre” aquel que
hizo pacto con el diablo y lo engañó porque al morir el compadre pobre se valió
de una buena compañía y entre los dos le hicieron trampa al “Patalusanga”. Sabía
ella que la mujer noble y virtuosa es el objeto más encantador de la
naturaleza. Aprendía todos los días algo nuevo. Eso tal vez influyó en Segundo,
quien parecía entenderlo todo con la simple mirada. Para 1977, todo había
concluido en ese pueblo de contiendas eternas, y ánimas en pena. “La Islita”,
quedó rodando en el recuerdo del muchacho de las nutrias y los zorros.
La vida
de Segundo transcurrió entre los clubes y la camaradería de sus amigos. Rígido
en su concepción de la responsabilidad, la honestidad y el cumplimiento del
deber, jamás se permitió un desliz ni una mentira.
A su
regreso a Tocaima, sabía que entrar en la vida, es ir a la muerte y que nadie
escapa a su destino y su destino era su amada Marina, quien le otorgó el
privilegio de su amor y la más profunda lealtad. Con frecuencia recordaba a su
caballo “Ritranca perchero”, como si el vuelo increíble de aquel amanecer fuera
el preludio de su viaje, o como si de tanto pensar en esas cosas que no se
suelen contar, por ser demasiado personales, fuera apenas un invento del
destino. Él miraba el mundo de un modo particular.
En 1977
recibió la penosa muerte de la madre Rosalía, cuya altivez y lozanía de
espíritu, recordarán por siempre los habitantes de Macaravita. Tenía un modo
particular de recitar el rosario, con tal convicción y gallardía, que imponía
respeto en cada frase. Ella sustrajo un valor y coraje, raras veces concebidos
en una mujer. Cuando le decían “Debemos ir al monte a proteger nuestras vidas”.
Ella simplemente decía: “Yo de mi casa no me muevo. Si toca morir, que sea en
mi casa, pero de aquí no me muevo”. Y no había poder humano que la convenciera
de lo contrario. La intemperancia
política o la ignorancia llevó a humildes campesinos a favorecer sus vidas
durmiendo a campo abierto, en cuevas o bajo los árboles.
Rosalía,
recitaba el “Oh, señor, rey omnipotente, en vuestras manos están puestas todas
las cosas. Si queréis salvar a vuestro pueblo, nadie podrá resistir a vuestra
voluntad. Tú hiciste el cielo y la tierra y todo cuanto en ella se contiene. Tú
eres el dueño de todas las cosas ¿Quién podrá, pues, resistir a vuestra voluntad?” y en esa oración iba toda la
filosofía de un pueblo que sin conocer las vilezas de los españoles, aprendió
las oraciones de los curas doctrineros, para quienes, la doctrina de Cristo,
resolvía los problemas de este mundo y
los del otro. Eso y el mejora tus modales, pues solo los buenos modales
diferencian a los hombres de las bestias.
Segundo
había recibido la noticia en la distancia mítica de Bogotá, a donde habían
llegado años atrás, los padres a bailar
el torbellino y la danza del tres, con un primor y con tal belleza como no se
podrá ver jamás.
Cinco
años atrás, en 1972, el padre Pánfilo
había muerto de una congestión al colon. En aquellos tiempos era
costumbre simplemente rezar y resolver con agüitas aromáticas cada situación.
Pánfilo había llegado procedente de Guacamayas, con su madre Rosa Rivero, con
quien organizó una pequeña tienda en “El agua dulce” en la vereda de “La palma”. Pánfilo recordaría
la historia de Felimón Rivero, el hombre portentoso que derrotó al diablo en
“El alto de las yeguas”. En sus ojos azules quedaba el vestigio del esbirro
Luis Espira, quien asoló por cinco largos años a los indios Laches de Chiscas,
desde El Espino. Los Laches le opusieron fuerte resistencia. Finalmente fueron
vencidos. Pánfilo se hizo famoso, por su enorme resistencia en largas caminatas
que iban de Macaravita a Tierra dentro, o de Macaravita a Chiquinquirá, o de
Macaravita a Bogotá. Nunca se vio tanto despliegue de capacidad.
Y
así el círculo se fue cerrando como diciendo: cada cual en su turno. El 30 de
agosto de 2017, Jesusita la hermana remota que vivió siempre en Venezuela, se
despidió para siempre. Alguien escribió en su memoria:
“MARÍA
DE JESÚS RIVERO CASTELLANOS
¿Por
qué te fuiste si aquí estabas bien y te querían? La noche es humo y el viento
música celeste. Tal vez no escuches mis palabras porque ya estás lejos. Un día te fuiste haciendo luna y risas
y alegría. Claro, era el esplendor de tu hermosa juventud. Te fuiste haciendo
brisa. Lugar donde los pájaros cantan amaneceres y el cielo despeja nubes para verte pasar altiva y señorial.
Creo que eras feliz. Nadie recuerda un reproche tuyo ni menos una queja.
Heredaste ese temple y el goce de las cosas simples. Viste en la claridad del
día la página en blanco de tu vida y le otorgaste a los tuyos el milagro de tu
voz, la nobleza de tus actos. Eras todo.
Pasaste inadvertida por los mares de la
ausencia y nunca te quejaste en esas
lejanías. La ausencia era costumbre en esas tierras bravías. Quizás quienes sí
te conocieron, puedan recordarte con acierto. Cómo era tu voz, tu sonrisa y las
cosas que te hacían feliz. Ahora es tiempo de amar la perplejidad. La curva del
sentimiento inclinada a la eternidad”.
Segundo,
se resistía a entender que la vida fuera tan efímera como para no asumirla y
tan compleja como para despreciarla. Le parecía que el mundo era un vasto
templo dedicado a la discordia, y a la miseria, pues tanta injusticia era el
oprobio de la decadencia. Así lo intuía Segundo, mientras meditaba en esas
cosas salidas al azar de los terrenos de la eternidad.
Esa
tarde de 2005, Segundo se quedó pensativo, mirando el juego de la brisa sobre
las aguas de la piscina y las luces del atardecer que empezaban a dialogar con
la noche. Su mente empezó a divagar por senderos ocultos del pensamiento. Ausente de
si, vio cómo envejecían los árboles y de las campiñas se levantaba un olor a
hierba mojada. Vio los caballos del “Cinco y seis”, esos que corrían todos los
domingos en el hipódromo de techo, a los que tanta fe tenía, a tal punto que
nunca dejó de apostarle, pensando quizás en la carrera de la vida, a los que
solía apostarle, galopando por praderas interminables. Las luces del ocaso
parecían mecerse al impulso del céfiro. ¿Desde
cuándo se aproximaba a ese delirio, tan real en su imaginación que se volvió
parte del mundo de sus emociones? A veces veía flotar en el aire la casa
paterna, con tal intensidad que resultaba hablando incoherencias. Otras creía
encontrarse de frente con los hombres de Hernán Torres y recriminarles sus
fechorías.
El
delirio iba a tal punto que nada valían los ruegos para que pasara a cenar,
porque él andaba en ese lugar inconcluso de la verdad donde se forjan los
sueños, obedeciendo quizás al mandato de Whitman: No dejes nunca de soñar, porque
solo en sueños puede ser feliz el hombre.
Esa
tarde, tuvo la impresión de haber vivido en un instante la vida entera. Se vio
de pronto en el hipódromo de techo, en la grilla de partida. Reconoció a todos
y cada uno de los jinetes: con el número 1952, Omar Rivero, con el 1954,
Orlando…todos parecían idénticos. Pero en forma extraña, no le apostó a
ninguno. Cuando el director de la carrera le dijo: “Señor, por favor ubíquese
en el palco”, él simplemente se retiró extrañado. Todos los ejemplares eran
briosos caballos entrenados para estas carreras traídos de Argentina, México,
España y Uruguay. Le deslumbró el espectáculo y gritaba a rabiar, sin saber por
qué pues no le había apostado a ninguno. Al final de la pista al girar “En
tierra derecha” como decía el locutor, una extraña neblina invadió la pista y
caballo y jinete se fueron elevando hacia el topacio del sol, hasta desaparecer
en medio de las luces del ocaso. Solo él los vio desaparecer al final de la
pista, mientras el público gritaba: “Regata, Regata”y el locutor se perdía en
una cierta confusión narrativa, como si no pudiera descifrar dónde estaban los
ejemplares y dónde los jinetes. Los oyentes confundidos, sintonizaban
“Todelar”, pero no lograban saber los resultados. Cada uno asumió que había
sucedido algún desperfecto electrónico en la transmisión y se contentaron con
ir a informarse a las taquillas.
Otras,
se perdía en los meandros de recuerdo, pensando en su “Ritranca perchero”, tan
atrevido y fugaz como el viento y creía traspasar el espacio como si fuera el
caballo “Pegazo” de la leyenda. Todo era tan vívido, que por meses recordaba
esas hazañas celestiales como si fueran verdad, sustraídas del más perfecto
sueño.
“Riveros,
mi amor”, pase a cenar. Oyó la voz lejana de Marina, quien todo lo arreglaba
con una simple sonrisa. Cuando volvía en si, dibujaba en el semblante una
imperceptible sonrisa que los demás interpretaban como una prueba de agrado
ante la invitación a cenar.
Para el
año 2012, Segundo empezó a sentir el flagelo del agotamiento pulmonar y fijó su atención en diversos sitios que
parecían hablarle en medio de salmos y alabanzas: Agua de Dios, Tocaima,
Bogotá, Capitanejo, donde, sin pensarlo, le dio el último adiós a Jesusita en
presencia de Luis Alfonso y Rosa Atilia y claro su inolvidable Macaravita a
donde se obstinó en ir a pesar de las penurias. Allí visitó al tío Sebastián,
quien acababa de cumplir 102 años, y le recordó la suerte del Tío Nicéforo
López, un hombre de barba venerable quien albergaba en su alma toda la sed del
mundo y el episodio fatídico que lo llevó a enfrentar la cuadrilla de Hernán
Torres cuando en la noche del 3 de agosto del año 1945, fue apresado y llevado
desde el Alto de San Gabriel a la cárcel del pueblo. Recordaba el tío, que al
llegar al puente de “Tienda Nueva”, los cuadrilleros cuchichearon entre sí:
“Despachemos a este godo y echémoslo al río”. No obstante una decisión de esta
naturaleza debía ser consultada con el comandante supremo y así lo hicieron “comestibles.
“Comandante: ya cumplimos con apresar a este godo, ahora matémosle y asunto
concluido. ¿para qué ir al pueblo a llevar “eso””. Se atrevió a decir uno de
los guerrilleros. “Oiga Velasco. Mire a
su alrededor ¿Cuántos hombres tenemos?” “Ochenta mi comandante”. “Cuántos
hombres hay Velasco?” “120 mi comandante” “Le parece un acto de valor asesinar
a un hombre indefenso, en medio de tantos valientes? ¿Le parece Velasco? No
somos asesinos. Somos guerrilleros. Si cometemos este crimen, ¿Qué sentido
tiene nuestra lucha? No Velasco. No somos asesinos. Nuestra lucha no es contra
los indefensos. Nuestra lucha es contra la oligarquía de Colombia. ¿Entendido
Velasco? Pero si es tan valiente, como dice, abra fuego, sobre este indefenso. ¡Hágalo Velasco!
Seremos desde hoy los más cobardes de este pueblo...Fuego, cobarde, fuego!” y
arreando el caballo lo derribó de un puntapié. “¿Alguien más quiere probar su
cobardía?”. Todos se limitaron a
obedecer. Esa misma noche entregaron al prisionero. Al otro día, la esposa
Paulina, hambrienta y débil bajó de “La Palma” a visitar a Nicéforo, con un canasto
vacío. Pasaba sollozando de regreso, cuando alguien la llamó desde la amplia
casa de la esquina de la plaza. “Señora: permítame el canasto” Y se lo devolvió
lleno de mercancía suficiente para dos semanas. Paulina no supo cómo agradecer,
pues hacía más de un mes que no tenía qué comer. Sofía Remolina, esposa del General Pedro Rumualdo los padres
del hombre que le había salvado la vida la noche anterior, ahora salvaba
a su esposa de morir de hambre. Sebastián lo contaba de memoria, como si esa
historia, fuera parte de su propia historia.
A su
regreso a Bogotá, creyó haber cumplido un ritual con la vida que lo resarcía de
tanta lejanía. Pero la afección pulmonar lo fue agotando a tal punto que no
podía respirar.
Para el
año 2017, Segundo, resolvió todo lo relacionado con sus asuntos personales y
familiares. Cuando lo llevan a la clínica de la policía, se obstinaba en
recordar su caballo “Ritranca perchero”. Reía a solas y se adentraba en esa
soledad extenuante que deja la lucha con la muerte, aunque para él era su lucha
por la vida y por su eterno amor: Marina.
La
última semana les dijo a los hijos: “No quiero ir más a la clínica. Quiero
estar con ustedes”. Y así lo hicieron.
En
medio del velamen de una respiración fatigosa, Segundo extravió los senderos de
sus pensamientos por unos parajes preciosos, llenos de bosques mágicos. Las
hojas se levantaban en medio de la ventisca como monedas de oro. Escuchó una
música hermosa venida de los confines del universo y vio en medio de los juegos
de luz del atardecer, su caballo “Ritranca perchero” galopar en medio de la
brisa de la tarde. ¿Era un sueño? ¿Acaso un simple juego de la mente? “Ritranca
perchero”, galopaba hacia él con frenesí. Parecía hecho de algodón. A medida
que se acercaba se hacía más nítido. Más real en medio de las luces del ocaso.
Segundo lo esperó a la orilla de un camino de cortejos y azucenas. Se ampliaba
su corazón. Respiraba tranquilamente en medio del bosque. Cuando estuvo cerca,
Segundo levantó la mano derecha y lo
invitó a la amistad. Traía aperos nuevos y zamarros de cuero. Tascaba el freno
y resoplaba con ansias de galopar. Esa fue la interpretación que le dio
Segundo.
En un
instante de suprema lucidez, Segundo saltó sobre el caballo y empezó con
lentitud su travesía, por una vereda de
cambiantes colores. Al llegar a la fuente de aguas cristalinas, observó el
horizonte, colmado de luces y colores. La música aumentaba de intensidad.
Entonces resolvió lo inaudito: galopar por la inmensa pradera en busca de ese
horizonte que lo atraía con un magnetismo insólito. Se dejó llevar hasta el
confín. Galopó largamente, hasta cuando ya no supo de sí y caballo y jinete se
elevaban en medio de la intensidad de la música y de un sol que parecía más
radiante. “Esto es el paraíso”. Se dijo para sí y se perdió en medio de
esplendores y músicas celestes.
Era el
11 de septiembre de 2017, cuatro de la tarde. En el viento se estremecía
una queja, en los rostros ausentes, una pena. El gallardo jinete de los cuatro
vientos había hecho su entrada feliz en los reinos del transeúnte de Emaús.
Por el
puente de piedra atraviesa un eco de incontables arpegios. Algo así como una
música celeste. El viento trae la vanidad del asombro. A veces en las noches de
luna atraviesa un caballo de plata y raudo se eleva en los confines. El mundo
es un vasto escenario donde los comediantes exhiben sus destrezas y los
espectadores nos vemos pasar en ellos. ¿De dónde viene ese silencio perpetuo
donde parece danzar el universo? Tal vez apenas somos marionetas en un teatro
de impostores. La noche trae vestigios de lo que vive más allá de la certeza.
Tal vez somos tristes remedos de la comedia humana intentando ser perfectos.
Briznas de un instante de eternidad. Algo que Segundo en sus pétreas
convicciones, sabía de memoria.
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