ENCUENTRO


Punto de encuentro.

miércoles, 3 de enero de 2018

POR SENDEROS DE PLATA Y ORO. RELATO





MARÍA DE JESÚS RIVERO CASTELLANOS

¿Por qué te fuiste si aquí estabas bien y te querían? La noche es humo y el viento música celeste. Tal vez no escuches mis palabras porque ya estás  lejos. Un día te fuiste haciendo luna y risas y alegría. Claro, era el esplendor de tu hermosa juventud. Te fuiste haciendo brisa. Lugar donde los pájaros cantan amaneceres y el cielo despeja  nubes para verte pasar altiva y señorial. Creo que eras feliz. Nadie recuerda un reproche tuyo ni menos una queja. Heredaste ese temple y el goce de las cosas simples. Viste en la claridad del día la página en blanco de tu vida y le otorgaste a los tuyos el milagro de tu voz,  la nobleza de tus actos. Eras todo. Pasaste inadvertida por los mares  de la ausencia y nunca te quejaste en  esas lejanías. La ausencia era costumbre en esas tierras bravías. Quizás quienes sí te conocieron, puedan recordarte con acierto. Cómo era tu voz, tu sonrisa y las cosas que te hacían feliz. Ahora es tiempo de amar la perplejidad. La curva del sentimiento inclinada a la eternidad. Hasta siempre.


















 






POR SENDEROS DE PLATA Y ORO

Por: Alonso Quintín Gutiérrez Rivero.

La leyenda decía que todas las noches, un caballo de plata atravesaba el puente de piedra y se perdía en la montaña, pero al amanecer regresaba, convertido en silencio. Humo y silencio. El paisaje se perdía en esa neblina arrebatada al misterio de las cosas, como si nadie escuchara o simplemente, como la voz inaudible de alguien que quería contar o pasar desapercibido. ¿Fue una visión o un espejismo? ¿Acaso un canto truncado de algo que podía ser concebido en la irrealidad? Lo cierto es que nadie pudo descifrar ese silencio, escondido detrás de las hojas, que levitaba entre la sombras y concebía formas, murmullos, vestigios de un azul caminante, venido de los senderos del alba.

En la trepidante espesura del silencio todo es posible: una silueta, un relámpago, un laberinto. Algo que suscita el viento. Un intocado arpegio que nos devuelve al raudal de los recuerdos.

Hacia el año 1947, Segundo, o “Riveros”, como le decía cariñosamente Marina, su querida esposa, era un joven apuesto de exacerbada  vitalidad. Para muchos, era un  aventurero que se divertía en las montañas del Alto de los Rayos, cazando zorros, guartinajos y  nutrias. Debió aprender el arte de la cetrería, porque sabía dónde habitaban las águilas y las domesticaba. Las veía planear por encima de  los Altos de San Gabriel y perderse en el horizonte, rumbo al nevado del Cocuy. Sabía enviar  mensajes a los habitantes detrás del nevado, simplemente atando en las pastas de un halcón o de una águila, el papelito con las letras: “Atentos, el paisaje se mueve en dirección contraria”. De esa manera sabían que la guardia partidista estaba por entrar. Así aprendió el lenguaje de las lejanías. Casi siempre traía en su mochila alguna codorniz, un armadillo, una pava o una nutria. De tanto mirar el cielo se le volvieron los ajos azules, como si tuviera ansias de infinito o tal vez  de tanto escuchar las oraciones de la madre Rosalía, estaba convencido de las cosas del más allá.

Las demenciales reyertas entre liberales y conservadores, poblaban estas tierras de lamentos. De pequeño, supo que dormir en el monte, era una manera de favorecer la vida como se lo había dicho Pánfilo, su padre. Pero para él era una diversión. Aprendió a descifrar los secretos de la noche y a oír la brisa musitando tonadas en los sauces. Bajaba al pueblo y al toque de las campanas, vibraba su corazón como si las campanas le hablaran de Dios, en su lenguaje de bronce. Con apenas trece años, Segundo espió la pena del naufragio humano, tras la brutal arremetida de un embustero, que sin pensarlo dos veces lo agredió a cuchilladas en presencia de una horda de forajidos que celebraba la brutal embestida, simplemente porque lo identificaban como del partido conservador.

En su rostro no aparecían las huellas de las penas. Él era inocente y travieso. Cuando le preguntaron quién era el presidente vitalicio de su país, simplemente dijo: “Un demócrata, vestido de payaso”. Pero nadie entendió lo que quiso decir. Parecía saber o intuirlo todo. Una tarde se quedó mirando las maniobras infernales que hacían los aviones bimotores sobre la “Cruz Chiquita” y dijo que eran Los Sueños de Ícaro, porque era un hombre volando con alas de águila pegadas a su espalda, sin otra protección que su inigualable capacidad para asombrar la muerte.

A veces intuía las razones del abuelo Pedro Juan, como un salmo  o como una profecía a punto de cumplirse. Cada domingo, las calles empedradas del pueblo se llenaban de discordias. Hombres enloquecidos por el licor o por la fiebre partidista, cortaban el aire con sus poderosos cuchillos y sembraban en las entrañas de sus congéneres el oscuro pasadizo de la muerte. El padre Miguel Coronado exhortaba desde la gradería del atrio: “En nombre de Dios, detengan la matanza”. Nada. Solo gritos y lamentos.  Las gentes corrían, los caballos corrían, saltaban por encima de los moribundos y el padre: “Deténganse en nombre de Dios”. Así hasta que los cuchillos cesaban y la muerte cantaba victoria. “Un sorbo de agua y la bendición”, solía decir algún moribundo y él colocando el cíngulo sobre el pecho decía. “Dios se apiade de este buen hombre” “Que Dios lo saque de penas y lo lleve a descansar”, contestaban las gentes, entre sollozos y maldiciones. Así cada domingo, hasta que el pueblo se fue extinguiendo entre la soledad, el abandono y la resignación.

Segundo veía pasar los días entre el azar y mansedumbre de un pueblo destinado a desaparecer sin otra opción que el olvido. Un día, de febrero por cierto del año 47, Segundo tomó la decisión de su vida: viajar a Bogotá donde tal vez cambiaría su destino. Su hermano Luis Alfonso  le había dicho: “Fíjese bien lo que hace. Nosotros no somos de ciudad”. De nada sirvió. Cuando Segundo tomaba una decisión era irrevocable y en su mente solo estaba escapar de aquella situación sombría. Eso y ayudar a sus padres. Tal vez pensó que el mundo era redondo y de rebote regresaría a “La Islita” a recoger sus pasos infantiles.  Quizá se acordó de la frase aquella de Shakespeare: “La vida es como un cuento relatado por un idiota; un cuento lleno de palabrería y frenesí, que no tiene ningún sentido”. O tal vez relacionó su intrincada fiesta con los murciélagos cuando iba a “La Cueva Brava” y se quedaba pensando, cómo hacen estos animales para no golpearse en la oscuridad si no ven. Y se dijo: “Si ellos pueden, ¿por qué yo no puedo encontrar otro camino?” Y decidió lo inaudito: cambiar de escenario. Hallar otro rumbo. En la oscuridad de un pueblo que rezaba de día y mataba de noche, era posible otro sendero. Si los murciélagos salían airosos de los obstáculos simplemente con el rebote de los sonidos, él podría encontrar otra salida a esa vida de total resignación.

Segundo presenció el espectáculo de la ciudad. Las gentes corrían en busca del tranvía. Le fascinaban los cachacos, los sombreros encocados, las corbatas, las camisas almidonadas y a radio que sonaba a todas horas, con locutores repelentes que parecían meterse en los oídos a las malas con el  noticiero “Todelar”. Hablaban  de los Llanos, de Los Chulavitas, de los padres franciscanos, de los odios partidistas.

Ni él mismo supo a qué horas resultó enrolado en la policía, como “ Mi Sargento Rivero”. Vasallo de las tribulaciones del 9  de abril de 1948, quedó aprisionado en los edificios de la escuela “General Santander” por espacio de tres días hasta cuando decidieron, él y unos cuantos gendarmes, escapar, pues no había órdenes, ni comandantes a quienes obedecer. La ciudad parecía bombardeada. Saqueos, matanzas, pillaje y el más increíble desorden. Mariano Ospina Pérez presidente del país, quedó en medio de un juego de naipes que a la postre le significó a Colombia las muertes de 200.000 compatriotas. Segundo sugirió esa mañana del 12 de abril, pintar las volquetas de rojo para salir con alguna opción de vida  y así lo hicieron. Las gentes corrían gritando: “Chulavitas”. Entonces la preocupación fue mayor pues el temible Sargento Briceño, arrasaba todo a su paso y las volquetas pintadas de rojo, ofrecían mayor peligro a sus ocupantes. De repente al girar por la calle 13 con carrera 30, apareció una horda disparando en forma indiscriminada y las volquetas se volvieron objetivo de guerra. Segundo entendió que había llegado su hora y resuelto se atrincheró en la tolva. Las balas zumbaban, sacaban chispas y partían los vidrios. Tres agentes cayeron acribillados. Él y dos compañeros resistieron el ataque hasta agotar la munición. Entonces levantaron los brazos y con las armas en alto gritaron: “Somos policía nacional.  No disparen”. Por toda respuesta se oyó una descarga y los tres cayeron al piso del platón. Había catorce cadáveres. Siguió el asalto y la bayoneta calada. Segundo percibió en medio de fuego, la sangre caliente que manaba de su cabeza. Todo sucedió con extremada rapidez. La furia enceguecía a los agresores. Segundo sintió las pisadas encima de su cuerpo maltrecho, pero no lo hirió ninguna bayoneta. Después gritos y maldiciones. La horda abandonó con rapidez la volqueta. Alguien ordenó: “Métanle candela… quemen a esos hijueputas cachiparros”. El motor empezó a arder mientras gritaban: “Avanzada, avanzada” y se replegaron por la calle trece rumbo a la estación del ferrocarril. Segundo se tocó la frente que manaba sangre en abundancia, pero estaba consiente. Se sintió con fuerzas para escapar del incendio. Con lentitud giró su cuerpo sobre los cadáveres hasta la parte posterior del vehículo y desde allí saltó al pavimento, justo cuando el incendio invadía la cabina y el platón. En la acera encontró a su amigo Antonio Vargas, “Varguitas” como le decían, agonizando. “Nos vamos Varguitas”, le dijo con más incredulidad que certeza. “No. Riveros. No. Usted váyase. Saque del bolsillo de la camisa una fotografía y dele estos cincuenta pesos a mi mamá. Ella se llama Luidina… Luidina Veloza”. Dijo y expiró. Segundo intuyó que aquella misión era un imperativo de obligatorio cumplimiento y a eso dedicó sus esfuerzos en los días que siguieron. El disparo apenas había rosado la cabeza. Eso le permitió sobrevivir. Eso y la abundante sangre que le bañaba el rostro y manchaba la chaqueta militar.


Encontrar a Luidina Veloza, era su reto. A los dos día la encontró en la estación de policía preguntando por su esposo Alfonso Vargas “Varguitas”. Con diplomacia se le aproximó y casi sin mediar palabra, como era su costumbre, le mostró la fotografía y un billete de cincuenta pesos. Ella lo miró consternada, inclinó la cabeza y sollozó un momento. “No bastó el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán… también a mi me mataron”. “Dijo que le entregara esto…” Segundo fingió una sonrisa. Luidina lo abrazó, tal vez buscando refugio a su pena. “También a mí me mataron…” Volvió a decir sobre el hombro de Segundo. “Nuestra tragedia no es morir, nuestra tragedia es vivir, pero tenemos que hacerlo para perpetuar su memoria”. No supo cómo lo dijo. La mujer pareció calmarse y desapareció en medio del vocerío atrincherado en el dolor de los desaparecidos.




Cuando lo trasladaron a “Agua de Dios”, creyó que había escapado de una juventud insultante, pero no fue así. Rápidamente se ganó el aprecio del comandante y el respeto de los habitantes. Algún misterio rodeaba esa sonrisa y ese temple imperturbable, que lo hacía irresistible y enigmático, casi adorable y soberbio, como si a todos sometiera con su magnetismo en la filosofía del más desprevenido caminante del “Alto de los Rayos”. Era el rey sin ser el rey. Obedecía y se hacía obedecer. Siempre silencioso y reflexivo, parecía meditar cada movimiento. Encomendarse a Dios era asunto de imperativo cumplimiento.

Ese sábado 14 de noviembre  de 1951, Segundo salió, como de costumbre a desayunar, después del turno de guardia de  media noche. No se sabe por qué extravió el camino y siguió por un sendero lleno de hojas. Había llovido la noche anterior y había un olor a geranios y azucenas. Un aroma sensual  irresistible. Segundo miró el cielo despejado. El aire era tibio y sosegado. Sonrió para sí y se dijo: “Qué día, Dios mío. Gracias por este día”. Era su costumbre hablar a solas con Dios, como si Él, escuchara sus pensamientos. Al voltear la esquina del parque, se vio de pronto, sometido a una extraña agitación. Se agrandaron sus ojos. Un temblor recorrió todo su cuerpo y el corazón se aceleró. A su encuentro, jugando con la brisa mañanera, venía una hermosa joven. Inocente en su andar y desprevenida le dijo: “Buenos días capitán”, pero él no pudo contestar. Se limitó a hacer una venia. Quedó paralizado pegado a la pared como un papel mojado y la siguió con la mirada como si lo hubiera magnetizado. Cuando se repuso, la bella mujer que mediaba entre la niñez y la juventud, había atravesado el parque y se disponía a entrar a la panadería de Ventura Andrade. Volteó a mirar y a la distancia pareció decirle con el pensamiento: “¿Qué pasa capitán?”. Aquella gracia. Ese donaire y semejante explosión de vitalidad le habían aturdido.
Los días que siguieron fueron de agitación y confusión. No pudo liberarse de aquella visión salvífica. Se sentía atravesado por una especie de temblor y fascinación. Sonreía a solas. Recordaba con ansiedad aquel “Buenos días capitán”.

Agua de Dios era un pueblo con el estigma de los enfermos de “Hanzen”, o “La ciudad del dolor” como la llamó Calos Vieco. Allá llegó mi sargento Rivero, a cumplir las órdenes de la patria conforme se lo había dicho el teniente Zisneros, de los Zisneros de Zipaquirá. Hasta allá llegaban los rezos de la madre Rosalía y las imponderables virtudes de Pánfilo, su padre, tan acostumbrado a hacer viajes descomunales por los páramos de Guantiva hasta llegar a Bogotá con un baúl a la espalda, lleno de huevos y pan después de 18 días de camino. Él le enseñó que eso de viajar a solas por esos tiempos no era bueno porque en las largas jornadas de Macaravita a Chiquinquirá, salían asaltantes y les robaban las riolinas,(o dulzainas), los tiples y bandolas, a más de la plata hecha con mucho esfuerzo para llegar a los pies de la venerable imagen, descubierta una tarde del año 1535  por la india María Ramos en las afueras de Tinjacá, cuando se le apareció entre luces y fuegos iluminando la tarde y de paso a los devotos  de Colombia. Quizá eso fue lo que pasó: Segundo no supo a qué horas se transformó en ese galán que cualquier mujer hubiera querido conquistar.

Una mañana llegó a casa de los Medina, so pretexto de pedir una información para la policía. De forma inesperada alguien abrió la puerta con rapidez y otra vez volvió a escuchar: “Buenos días capitán”. “Buenos días señorita, ¿cómo descubre usted el rango militar?”, dijo casi en apuros “Ah. Pues por el porte y la elegancia. Usted es muy elegante”. No supo que decir, aquella mirada alegre, ese talle perfecto y esa belleza simpar, lo habían cautivado de nuevo y sometían otra vez su voluntad.  “Nos podrían facilitar una información? Es para la policía”. “Sí. Eso se nota que es para la policía pero…” “Siga caballero” le dijeron de adentro. Se oyó la voz de trueno del Sargento Arturo de Jesús Medina, para quien la policía era asunto de gran importancia, como se lo habían enseñado los combatientes de “la guerra de los mil días”. “¿Qué quiere, Rivero?”, Le preguntó a secas. “Solo algunas pautas de sanidad…es una solicitud del hospital”. “Ah, y qué carajos tiene que ver la policía con el hospital? Siga y se toma un tinto. ¿Le gusta el tinto?” “Sí. Gracias”. Ese día Segundo intuyó la prestancia de la familia Medina Tovar, y el terreno difícil que pisaba.  El sargento Medina, gozaba de prestigio, respeto y riqueza. En su casa se obedecía al pie de la letra sus órdenes. El pueblo obedecía de igual manera.


Desde entonces Segundo Rivero, fue bien recibido en casa de los Medina. Tomaba tinto, conversaba con el sargento Arturo de Jesús y claro,  las ocurrencias de la bella Marina, siempre activa y risueña así hasta que un día no pudo más y en el cruce del parque cerca a la palmera se la encontró y le dijo a secas: “Adios reina de mis amores, esposa mía”. “Escuche capitán: yo soy una niña, no su esposa”. “Sí, pero quiero que sea mi esposa”. Ella lo miró con detenimiento, hizo un círculo en torno suyo y le dijo: “Se imaginan: esposa de un capitán… ja, ja, ja” Y partió haciendo caballito. “Marina, escuche…” pero ya estaba lejos.

De todos modos, a las cuatro de la mañana del sábado 15 de enero  del año 1951,  Marina escapó de su casa por la ventana. Segundo esperaba más asustado que ansioso en el parque de Tocaima. Hasta allá se había comprometido a llevarla Mendivelso Zambrano, el hombre del Crysler 48. Media hora después, el padre Eugenio Cuesta les impartía la bendición como marido y mujer.  Marina acababa de cumplir 14 años.

A las 6:30 llegaron a la casa, con una partida de matrimonio y un temor que venció el amor. “Sargento: Marina y yo nos casamos. Esta es la partida de matrimonio”. Y extendió el papel sellado con la firma sacerdotal de la parroquia de Tocaima. Durante tres meses, Marina no pudo salir de la casa, ni le permitieron hablar con Segundo, hasta que un día: “Arturo: Marina se casó y debe cumplir su destino”. Eran las palabras que esperaba aquel hombre monolítico, hecho en las palestras draconianas, de donde regresaba vencido por sus viejas convicciones. “Marina: usted se casó. Su deber ahora es cumplir como se debe al lado de su esposo”. Casi dice “Si mi capitán”, pero se abstuvo. Desde entonces, Segundo y Marina vivieron como marido y mujer, bendecidos por los padres quienes solían hacer bromas cuando Marina, en forma agraciada decía “Sí mi capitán”, cada vez que Segundo le solicitaba algún favor. Segundo la trató con delicadeza y amor. Marina, veneraba su voluntad y el prestigio que ganaba en las fuerzas armadas, así hasta que un día dejó de decirle “Si mi Capitán”, para llamarlo simplemente: “mi amor”.

Pero el Sargento Arturo de Jesús, se sintió herido en su amor propio y acudió a sus influencias para buscar el traslado de Segundo a Contratación, Santander donde permaneció por dos largos años, hasta que un día Marina, miró de frente a su antiguo capitán y le dijo: “Esta vida y esta suerte, no la merecemos. Mañana mismo viajo a Agua de Dios a hablar con mi padre”. Segundo la miro atónico, incrédulo. “Se va a enfrentar a la furia del Sargento Arturo y…” “Si. Ya sé que me va a matar. Pues si así es, así será, pero de aquí tenemos que salir”.

Tres días después, los dos descendían de un bus destartalado cerca del parque principal. “Omar, hijo: ¿Ve ese hombre de bigote y barba blanca? Vaya y lo saluda y le dice: buenos días abuelo”. El niño obedeció. Cuando Arturo vio esos ojos risueños y sus bracitos alargándose para abrazarlo, el sargento Arturo se derrumbó, en un sollozo imperceptible. Y… lo abrazó con tal ternura como no lo había hecho nunca. “¿Y Su mamá”. “Está ahí”, y señaló en dirección de la esquina. Marina avanzó resuelta a jugarse la vida. “Papá. Aquí estoy. Vengo del destierro al que nos envió a pedir su ayuda”. El sargento Arturo no soltaba la mano de Omar. Le parecía gracioso y perfecto. A la puerta salió María de Jesús, quien se abalanzó y la abrazó con frenesí. Segundo parecía una estatua de sal. Por su mente desfilaron las figuras históricas de la madre Rosalía y de Pánfilo, solitarios en su finca de “La Islita”. No se sabe por qué no pudo contener una lágrima. “María: hoy nos vamos a almorzar fuera, donde Tomasa. Que el mundo se vuelva al revés. Hoy es mi día!” Y alzó en vilo al niño. Después lo sentó sobre los hombros y se fue juagando. Un niño jugando con otro niño.

El regreso de Marina y Segundo propició que de inmediato el sargento Arturo moviera sus influencias y tres días después llegara la orden del comando central, trasladando de inmediato a Segundo Pánfilo Rivero Castellanos, de Contratación a Agua de Dios, donde vivió a plenitud con suegros, amigos y capitanes de penacho encopetado.

A veces Marina se quedaba pensativa, como si viviera un mundo extraño, lejos de su bella Agua de Dios. Tarceti, decía que la virtud del sacrificio y del amor no tiene límites en el corazón de la mujer y tenía razón, Marina probó la hiel de la zozobra en esas tierras bravías de Santander, donde la revolución era una forma de trazarle círculos a la tragedia nacional, después de aquel 9 de abril que partió en dos la historia de Colombia.


Aquella tarde de 18 de julio del año 53, la avanzada liberal había alcanzado la plaza mayor a punta de cuchillo y de fusil. La policía acorralada contra el atrio del templo, resistía el ataque.  El padre Zabala exhortaba desde el ventanal de la casa cural: “¡En nombre de Dios y de su santa iglesia, deténganse!”. Por toda respuesta una lluvia de plomo destrozó los ventanales de madera y el sacerdote apenas si pudo esquivar la muerte.

“Estamos perdidos”. Dijo el comandante Miguel Arismendi. Aquí nos acabaron a todos. Repliéguense al interior del templo”. Por los cuatro costados de la plaza asomaban rifles y bayonetas. “¡Comandante. Deme la orden. Yo  hablo con esa chusma!”, dijo Segundo, viendo que todo estaba perdido. “No puedo autorizarlo Rivero. Lo matarían”. Pero Segundo sabía por  qué lo decía. Conocía las debilidades de los revolucionarios, iletrados, hambrientos, semidesnudos y con escasos conocimientos del poderío militar. “No Rivero. Usted se queda”. Pero ya era tarde, Segundo se lanzó al frente saltando por encima de la barricada. Una lluvia de balas arrasaba la tierra a cada paso. Usando la estrategia de zig-zag, logró llegar cerca de la avanzada. “Alfredo Estupiñán, de la orden de cese al fuego”, después izó el pañuelo a manera de bandera de paz. Se oyó una nueva descarga. En instantes, fue rodeado por un grupo de 20 combatientes. “Alto. No disparen. ¿Usted está loco, o quiere ser el primer mártir del pueblo de Contratación”. “No. Solo quiero evitar más muertes inútiles, Alfredo. De la orden de regreso”. “No Riveritos, nosotros vinimos por lo que vinimos y la policía es maíz tostado…hasta hoy hubo policía en este pueblo”.  Y dio la orden de seguir disparando “¿Y qué hacemos con este, lo llevamos preso o la matamos?”. “¡Fisilenlo!”.


Iban a disparar cuando se oyó un grito de guerra lanzado por una mujer. De  inmediato los fusiles apuntaron a otro lado donde una mujer de enaguas largas, cinturón ancho y sombrero de paja, portaba un fusil y cananas terciadas. La mujer avanzaba por entre las balas como una visión apocalíptica. “¡Deténgase demonio, o la matamos!”. Por toda respuesta la mujer avanzó resuelta en dirección de los fusiles. “Disparen maldita sea”. Se oyó la voz de un combatiente. “¡Un momento Jenaro: ni curas, ni niños, ni mujeres! No vinimos a matar mujeres.” La voz de Alfredo se oyó nítida. “¿Qué esperan? Disparen cobardes”. Gritó la mujer. “Disparen cabrones, o es que les faltan cojones?”.  Y Alfredo  el líder: “No vinimos a matar mujeres. Váyase. Este no es asunto suyo.”  “¡Chusmeros de mierda, váyanse al carajo!” . Volvió a increparlos la mujer. “No somos chusmeros. Somos revolucionarios. Baje el arma en nombre de la revolución!”. La mujer seguía avanzando, resuelta a todo. “¿Revolución? ¿Cuál revolución? Mientras ustedes se matan, incendian y asesinan en nombre de la revolución, los gobernantes y los ricos de este país, se ríen de ustedes. Les interesa que los pobres se enfrenten en nombre de la revolución. Mírense. Sin ropas, hambrientos, sin familias, ustedes son los mandaderos pendejos de ese enjambre de oligarcas, que se ríe de su revolución”. Del otro lado no se oyó una voz, ni un fusil. Nada. Silencio. “Aja, y ¿Qué nos aconseja sabionda?” “Pues que se larguen. Que regresen. Aquí solo hay gentes de su mismo pueblo. ¿Desde cuándo se matan entre sí? Y todo por qué. Por pendejos. Por piones y mandaderos. ¿Desde cuándo los jornaleros y gañanes aprendieron a odiarse y a matar? Desde cuando les dijeron que hay que defender un color político, para que los oligarcas, llenen sus arcas y vivan tranquilos, mientras ustedes se matan. ¿No les parece estúpido?... ¿No es estúpido? Cuántos de ustedes aprendieron a odiar sin saber por qué? ¿A cuántos les mataron su familia y nunca supieron por qué? ¿Son estúpidos o qué? Regresen a sus casas y dejen ese embeleco de la revolución. La única revolución es el trabajo. Las cosas malhabidas nunca prosperan. Váyanse”. “¿Y la policía, qué?”. “Ellos cumplen su deber y su deber es proteger la población. Váyanse ya”. Del otro lado se oyó un rastrilleo y un rumor sordo.


Cuando Marina llegó al sitio donde Segundo, esperaba morir, todo estaba desolado. Reinaba un silencio parecido al silencio de los sepulcros. Segundo la abrazó. Apenas si dijo “¡ Con razón dicen que las mujeres consiguen aquello que ni el demonio se atreve a intentar”. Y la abrazó con ternura “¿Qué dijo mi amor?”. “Nada”. Pero en su mente giraba a gran velocidad la sentencia socrática “Hay mujeres que comprenden hasta lo que ignoran; pueden ver lo invisible”.

Desde aquella tarde Marina fue recibida en el comando de la policía con respeto y admiración. Semejante coraje, subyugaba a los gendarmes quienes se inclinaban para saludarla en señal de reverencia. El cura del pueblo la exaltó en la homilía y las banderas se izaron en su nombre. La patria se deshacía en retazos de valor.

La amnistía del gobierno después del golpe militar, del año 57 lo llevó a Puerto Boyacá donde conoció a Luis Enrique Quiñonez, el hijo de Hortensia y Enrique y lo alojó en su casa por espacio de cinco meses. Después pasaría como administrador de distintos clubes de la policía en Tunja, Bogotá, Girardot y Tocaima.

A veces Marina recordaba esas inverosímiles hazañas, como una forma de perplejidad terrenal en medio de la descomposición nacional. Mientras el país avanzaba, la mentalidad retrocedía, por culpa de los gamonales y prohombres de este país del Sagrado Corazón. A veces Segundo se quedaba mirando ese portento de mujer y de belleza y se decía en su corazón “Quien no admira con devoción la belleza femenina, no sabe apreciar la más perfecta obra de Dios”.



Años después Marina recordaría la historia del caballo blanco de la caballería. No era costumbre tener caballos blancos en las caballerizas de Usaquén, pero allí arribaron dos ejemplares magníficos para la escuela de carabineros. Segundo había accedido a ese curso por sus méritos. Cuando le dijeron elija su caballo, él eligió uno de los blancos, que lo acompañó por dos años. Montar aquel caballo, le deba cierta prestancia. Una tarde salieron a patrullar por los contornos del parque nacional. Un franco tirador disparó de entre los árboles y derribó a uno de sus compañeros. De inmediato se desató la persecución usando la estrategia militar del candado, pero el asesino había desaparecido entre los árboles, rumbo al “Alto del Cable”. Todos estuvieron de acuerdo en que la búsqueda era infructuosa, sobre todo porque ya empezaba a anochecer. Segundo contempló la escena de dolor cuando trasladaban al moribundo a la Clínica San Pedro Claver. “Teniente: ese hombre no debe estar lejos. Permítame ir por él”. Dijo con sorda rabia. “¿Quién va con Rivero?”, dijo el teniente “Yo”, dijo una voz y se adelantó en posición firme. “Bien. Mucho cuidado. No quiero tener que lamentar otra pérdida”. “Firmes Teniente”. Y a galope tendido se internaron en el bosque.


Toda la noche recorrieron los caminos pedregosos de la montaña, sin ningún resultado. Amanecía cuando se escuchó un disparo, y  Lozano, se dobló sobre el caballo. “Resista Lozano. Quédese aquí”. La bala había desgarrado la pierna derecha  de Lozano, pero podía resistir. Segundo espoleó el caballo cuesta arriba, donde seguro estaba el francotirador.  En seguida se oyeron disparos seguidos de fusil, pero él avanzó resuelto a jugarse la vida. Luego otros. Ahora  sabía  de dónde provenían así es que se dispuso a controlar la situación. Descendió del caballo y avanzó por entre la maleza. Cuando estuvo cerca, montó a caballo y se lanzó en envestida suicida. Se oyó una descarga de fusiles. Entonces no supo en qué país vivía, y en qué lugar de la tierra respiraba. El caballo atropelló al primer francotirador que quedó tendido, herido por los cascos del caballo. El segundo huyó por un pequeño plan a donde lo alcanzó la furia del caballo y lo derribó haciéndolo rodar por una pequeña pendiente. En la caída perdió el fusil. Segundo saltó al piso, recogió el arma y gritó: “Queda detenido”. Pero el hombre saltó sobre un arbusto y de allí a un zanjón, donde se atrincheró con otra arma que tenía escondida. El sargento Segundo, quedó a merced del criminal “Le llegó su hora, policía, le llegó su hora”. Segundo oyó un viento raro y un relincho. El caballo había saltado desde la gran piedra y volaba hacia el zanjón. El hombre, deslumbrado ante semejante visión descargó el arma, cuando el animal venía por el aire. Pero no pudo esquivarlo y quedó aprisionado bajo el enorme peso. Cuando Segundo constató, hombre y animal habían muerto. Por largo rato sollozó sobre aquel hermoso animal que había ofrendado su vida para proteger la suya. En su mente llevaría hasta el último momento, la historia de aquel caballo hecho en la bizarría del más oscuro designio partidista.

Amanecía cuando Rivero, descendió con el compañero herido y los aperos de “Ritranca perchero” como lo habían bautizado en la escuela de carabineros.

Algo quedó rondando su mente desde aquel día. La hazaña que le salvó la vida, vino de su caballo “Ritranca perchero”. Por más que quiso explicarse, jamás lo logró. Entonces se dedicó a venerar su nombre año tras año en la celebración de su cumpleaños. Nadie supo en casa ese aislamiento y ese silencio precisamente en el día de su cumpleaños. En esa hora de meditación nadie osaba interrumpirlo. Después reía y bailaba asumiendo la vida en toda su plenitud.

Sus padres la habían enseñado que  “La ciencia de las ciencias, es la de vivir bien y morir bien” y eso… lo cumplió al píe de la letra. Cuando el sargento Arturo de Jesús Medina, murió, recordó sus hazañas en medio de la tempestad partidista y su carácter monolítico. Su imperturbable temple frente a la muerte y su risa imperdible en medio de la contienda. Se sentía mejor cuando entraba en acción. Acostumbrado al zumbido de las balas jamás cedió un centímetro frente al enemigo, ante quien fue temible y respetado. Cuando alguien se le acercaba con afán de obtener algún beneficio y le recordaba su portentosa capacidad para resistir y dominar, solía recordar entre dientes la máxima de Aristóteles: “Todos los aduladores son mercenarios y todos los hombres de bajo espíritu son aduladores”. Entonces se negaba al deshonor de ceder y por eso lo consideraban déspota y soberbio, pero siempre fue afable con los débiles y amable con los valientes.

Supo resistir los embates de la suerte al afrontar la muerte de sus padres, perdidos en ese pueblo de lejanías y ostracismos, donde las mirlas cantaban al amanecer y las campanas de la iglesia llamaban con inocente paciencia a los feligreses. Pánfilo, tenía la suficiente gallardía para oficiar de amigo y servir como se debe a los demás en el cumplimiento de los preceptos bíblicos. La madre Rosalía, oraba con frecuencia durante el día y leía incansable cuando así se lo permitían los oficios de la casa. Era un espectáculo contando las historias a los hijos primero y después a los nietos. Decía de memoria aquello de “Estaba el señor don gato en silla de oro sentado, cuando llegó un gato por el tejado…” y claro la pequeña historia del “Compadre rico y el compadre pobre” aquel que hizo pacto con el diablo y lo engañó porque al morir el compadre pobre se valió de una buena compañía y entre los dos le hicieron trampa al “Patalusanga”. Sabía ella que la mujer noble y virtuosa es el objeto más encantador de la naturaleza. Aprendía todos los días algo nuevo. Eso tal vez influyó en Segundo, quien parecía entenderlo todo con la simple mirada. Para 1977, todo había concluido en ese pueblo de contiendas eternas, y ánimas en pena. “La Islita”, quedó rodando en el recuerdo del muchacho de las nutrias y los zorros.

La vida de Segundo transcurrió entre los clubes y la camaradería de sus amigos. Rígido en su concepción de la responsabilidad, la honestidad y el cumplimiento del deber, jamás se permitió un desliz ni una mentira.

A su regreso a Tocaima, sabía que entrar en la vida, es ir a la muerte y que nadie escapa a su destino y su destino era su amada Marina, quien le otorgó el privilegio de su amor y la más profunda lealtad. Con frecuencia recordaba a su caballo “Ritranca perchero”, como si el vuelo increíble de aquel amanecer fuera el preludio de su viaje, o como si de tanto pensar en esas cosas que no se suelen contar, por ser demasiado personales, fuera apenas un invento del destino. Él miraba el mundo de un modo particular.


En 1977 recibió la penosa muerte de la madre Rosalía, cuya altivez y lozanía de espíritu, recordarán por siempre los habitantes de Macaravita. Tenía un modo particular de recitar el rosario, con tal convicción y gallardía, que imponía respeto en cada frase. Ella sustrajo un valor y coraje, raras veces concebidos en una mujer. Cuando le decían “Debemos ir al monte a proteger nuestras vidas”. Ella simplemente decía: “Yo de mi casa no me muevo. Si toca morir, que sea en mi casa, pero de aquí no me muevo”. Y no había poder humano que la convenciera de lo contrario.  La intemperancia política o la ignorancia llevó a humildes campesinos a favorecer sus vidas durmiendo a campo abierto, en cuevas o bajo los árboles.

Rosalía, recitaba el “Oh, señor, rey omnipotente, en vuestras manos están puestas todas las cosas. Si queréis salvar a vuestro pueblo, nadie podrá resistir a vuestra voluntad. Tú hiciste el cielo y la tierra y todo cuanto en ella se contiene. Tú eres el dueño de todas las cosas ¿Quién podrá, pues, resistir a vuestra  voluntad?” y en esa oración iba toda la filosofía de un pueblo que sin conocer las vilezas de los españoles, aprendió las oraciones de los curas doctrineros, para quienes, la doctrina de Cristo, resolvía los problemas de este mundo  y los del otro. Eso y el mejora tus modales, pues solo los buenos modales diferencian a los hombres de las bestias.


Segundo había recibido la noticia en la distancia mítica de Bogotá, a donde habían llegado años atrás,  los padres a bailar el torbellino y la danza del tres, con un primor y con tal belleza como no se podrá ver jamás. 

Cinco años atrás, en 1972, el padre Pánfilo  había muerto de una congestión al colon. En aquellos tiempos era costumbre simplemente rezar y resolver con agüitas aromáticas cada situación. Pánfilo había llegado procedente de Guacamayas, con su madre Rosa Rivero, con quien organizó una pequeña tienda en “El agua dulce” en  la vereda de “La palma”. Pánfilo recordaría la historia de Felimón Rivero, el hombre portentoso que derrotó al diablo en “El alto de las yeguas”. En sus ojos azules quedaba el vestigio del esbirro Luis Espira, quien asoló por cinco largos años a los indios Laches de Chiscas, desde El Espino. Los Laches le opusieron fuerte resistencia. Finalmente fueron vencidos. Pánfilo se hizo famoso, por su enorme resistencia en largas caminatas que iban de Macaravita a Tierra dentro, o de Macaravita a Chiquinquirá, o de Macaravita a Bogotá. Nunca se vio tanto despliegue de capacidad.

Y así el círculo se fue cerrando como diciendo: cada cual en su turno. El 30 de agosto de 2017, Jesusita la hermana remota que vivió siempre en Venezuela, se despidió para siempre. Alguien escribió en su memoria:

 “MARÍA DE JESÚS RIVERO CASTELLANOS
¿Por qué te fuiste si aquí estabas bien y te querían? La noche es humo y el viento música celeste. Tal vez no escuches mis palabras porque ya estás  lejos. Un día te fuiste haciendo luna y risas y alegría. Claro, era el esplendor de tu hermosa juventud. Te fuiste haciendo brisa. Lugar donde los pájaros cantan amaneceres y el cielo despeja  nubes para verte pasar altiva y señorial. Creo que eras feliz. Nadie recuerda un reproche tuyo ni menos una queja. Heredaste ese temple y el goce de las cosas simples. Viste en la claridad del día la página en blanco de tu vida y le otorgaste a los tuyos el milagro de tu voz,  la nobleza de tus actos. Eras todo. Pasaste inadvertida por los mares  de la ausencia y nunca te quejaste en  esas lejanías. La ausencia era costumbre en esas tierras bravías. Quizás quienes sí te conocieron, puedan recordarte con acierto. Cómo era tu voz, tu sonrisa y las cosas que te hacían feliz. Ahora es tiempo de amar la perplejidad. La curva del sentimiento inclinada a la eternidad”.

Segundo, se resistía a entender que la vida fuera tan efímera como para no asumirla y tan compleja como para despreciarla. Le parecía que el mundo era un vasto templo dedicado a la discordia, y a la miseria, pues tanta injusticia era el oprobio de la decadencia. Así lo intuía Segundo, mientras meditaba en esas cosas salidas al azar de los terrenos de la eternidad.


Esa tarde de 2005, Segundo se quedó pensativo, mirando el juego de la brisa sobre las aguas de la piscina y las luces del atardecer que empezaban a dialogar con la noche. Su mente empezó a divagar por  senderos ocultos del pensamiento. Ausente de si, vio cómo envejecían los árboles y de las campiñas se levantaba un olor a hierba mojada. Vio los caballos del “Cinco y seis”, esos que corrían todos los domingos en el hipódromo de techo, a los que tanta fe tenía, a tal punto que nunca dejó de apostarle, pensando quizás en la carrera de la vida, a los que solía apostarle, galopando por praderas interminables. Las luces del ocaso parecían mecerse al  impulso del céfiro. ¿Desde cuándo se aproximaba a ese delirio, tan real en su imaginación que se volvió parte del mundo de sus emociones? A veces veía flotar en el aire la casa paterna, con tal intensidad que resultaba hablando incoherencias. Otras creía encontrarse de frente con los hombres de Hernán Torres y recriminarles sus fechorías.

El delirio iba a tal punto que nada valían los ruegos para que pasara a cenar, porque él andaba en ese lugar inconcluso de la verdad donde se forjan los sueños, obedeciendo quizás al mandato de Whitman: No dejes nunca de soñar, porque solo en sueños puede ser feliz el hombre.


Esa tarde, tuvo la impresión de haber vivido en un instante la vida entera. Se vio de pronto en el hipódromo de techo, en la grilla de partida. Reconoció a todos y cada uno de los jinetes: con el número 1952, Omar Rivero, con el 1954, Orlando…todos parecían idénticos. Pero en forma extraña, no le apostó a ninguno. Cuando el director de la carrera le dijo: “Señor, por favor ubíquese en el palco”, él simplemente se retiró extrañado. Todos los ejemplares eran briosos caballos entrenados para estas carreras traídos de Argentina, México, España y Uruguay. Le deslumbró el espectáculo y gritaba a rabiar, sin saber por qué pues no le había apostado a ninguno. Al final de la pista al girar “En tierra derecha” como decía el locutor, una extraña neblina invadió la pista y caballo y jinete se fueron elevando hacia el topacio del sol, hasta desaparecer en medio de las luces del ocaso. Solo él los vio desaparecer al final de la pista, mientras el público gritaba: “Regata, Regata”y el locutor se perdía en una cierta confusión narrativa, como si no pudiera descifrar dónde estaban los ejemplares y dónde los jinetes. Los oyentes confundidos, sintonizaban “Todelar”, pero no lograban saber los resultados. Cada uno asumió que había sucedido algún desperfecto electrónico en la transmisión y se contentaron con ir a informarse a las taquillas.


Otras, se perdía en los meandros de recuerdo, pensando en su “Ritranca perchero”, tan atrevido y fugaz como el viento y creía traspasar el espacio como si fuera el caballo “Pegazo” de la leyenda. Todo era tan vívido, que por meses recordaba esas hazañas celestiales como si fueran verdad, sustraídas del más perfecto sueño.

“Riveros, mi amor”, pase a cenar. Oyó la voz lejana de Marina, quien todo lo arreglaba con una simple sonrisa. Cuando volvía en si, dibujaba en el semblante una imperceptible sonrisa que los demás interpretaban como una prueba de agrado ante la invitación a cenar.  

Para el año 2012, Segundo empezó a sentir el flagelo del agotamiento pulmonar  y fijó su atención en diversos sitios que parecían hablarle en medio de salmos y alabanzas: Agua de Dios, Tocaima, Bogotá, Capitanejo, donde, sin pensarlo, le dio el último adiós a Jesusita en presencia de Luis Alfonso y Rosa Atilia y claro su inolvidable Macaravita a donde se obstinó en ir a pesar de las penurias. Allí visitó al tío Sebastián, quien acababa de cumplir 102 años, y le recordó la suerte del Tío Nicéforo López, un hombre de barba venerable quien albergaba en su alma toda la sed del mundo y el episodio fatídico que lo llevó a enfrentar la cuadrilla de Hernán Torres cuando en la noche del 3 de agosto del año 1945, fue apresado y llevado desde el Alto de San Gabriel a la cárcel del pueblo. Recordaba el tío, que al llegar al puente de “Tienda Nueva”, los cuadrilleros cuchichearon entre sí: “Despachemos a este godo y echémoslo al río”. No obstante una decisión de esta naturaleza debía ser consultada con el comandante supremo y así lo hicieron “comestibles. “Comandante: ya cumplimos con apresar a este godo, ahora matémosle y asunto concluido. ¿para qué ir al pueblo a llevar “eso””. Se atrevió a decir uno de los guerrilleros. “Oiga Velasco.  Mire a su alrededor ¿Cuántos hombres tenemos?” “Ochenta mi comandante”. “Cuántos hombres hay Velasco?” “120 mi comandante” “Le parece un acto de valor asesinar a un hombre indefenso, en medio de tantos valientes? ¿Le parece Velasco? No somos asesinos. Somos guerrilleros. Si cometemos este crimen, ¿Qué sentido tiene nuestra lucha? No Velasco. No somos asesinos. Nuestra lucha no es contra los indefensos. Nuestra lucha es contra la oligarquía de Colombia. ¿Entendido Velasco? Pero si es tan valiente, como dice, abra  fuego, sobre este indefenso. ¡Hágalo Velasco! Seremos desde hoy los más cobardes de este pueblo...Fuego, cobarde, fuego!” y arreando el caballo lo derribó de un puntapié. “¿Alguien más quiere probar su cobardía?”.  Todos se limitaron a obedecer. Esa misma noche entregaron al prisionero. Al otro día, la esposa Paulina, hambrienta y débil bajó de “La Palma” a visitar a Nicéforo, con un canasto vacío. Pasaba sollozando de regreso, cuando alguien la llamó desde la amplia casa de la esquina de la plaza. “Señora: permítame el canasto” Y se lo devolvió lleno de mercancía suficiente para dos semanas. Paulina no supo cómo agradecer, pues hacía más de un mes que no tenía qué comer. Sofía Remolina, esposa  del General Pedro Rumualdo  los padres  del hombre que le había salvado la vida la noche anterior, ahora salvaba a su esposa de morir de hambre. Sebastián lo contaba de memoria, como si esa historia, fuera parte de su propia historia.


A su regreso a Bogotá, creyó haber cumplido un ritual con la vida que lo resarcía de tanta lejanía. Pero la afección pulmonar lo fue agotando a tal punto que no podía respirar.

Para el año 2017, Segundo, resolvió todo lo relacionado con sus asuntos personales y familiares. Cuando lo llevan a la clínica de la policía, se obstinaba en recordar su caballo “Ritranca perchero”. Reía a solas y se adentraba en esa soledad extenuante que deja la lucha con la muerte, aunque para él era su lucha por la vida y por su eterno amor: Marina.

La última semana les dijo a los hijos: “No quiero ir más a la clínica. Quiero estar con ustedes”. Y así lo hicieron.

En medio del velamen de una respiración fatigosa, Segundo extravió los senderos de sus pensamientos por unos parajes preciosos, llenos de bosques mágicos. Las hojas se levantaban en medio de la ventisca como monedas de oro. Escuchó una música hermosa venida de los confines del universo y vio en medio de los juegos de luz del atardecer, su caballo “Ritranca perchero” galopar en medio de la brisa de la tarde. ¿Era un sueño? ¿Acaso un simple juego de la mente? “Ritranca perchero”, galopaba hacia él con frenesí. Parecía hecho de algodón. A medida que se acercaba se hacía más nítido. Más real en medio de las luces del ocaso. Segundo lo esperó a la orilla de un camino de cortejos y azucenas. Se ampliaba su corazón. Respiraba tranquilamente en medio del bosque. Cuando estuvo cerca, Segundo levantó la mano derecha y  lo invitó a la amistad. Traía aperos nuevos y zamarros de cuero. Tascaba el freno y resoplaba con ansias de galopar. Esa fue la interpretación que le dio Segundo.

En un instante de suprema lucidez, Segundo saltó sobre el caballo y empezó con lentitud su  travesía, por una vereda de cambiantes colores. Al llegar a la fuente de aguas cristalinas, observó el horizonte, colmado de luces y colores. La música aumentaba de intensidad. Entonces resolvió lo inaudito: galopar por la inmensa pradera en busca de ese horizonte que lo atraía con un magnetismo insólito. Se dejó llevar hasta el confín. Galopó largamente, hasta cuando ya no supo de sí y caballo y jinete se elevaban en medio de la intensidad de la música y de un sol que parecía más radiante. “Esto es el paraíso”. Se dijo para sí y se perdió en medio de esplendores y músicas celestes.

Era el 11 de septiembre de 2017,   cuatro de la tarde. En el viento se estremecía una queja, en los rostros ausentes, una pena. El gallardo jinete de los cuatro vientos había hecho su entrada feliz en los reinos del transeúnte de Emaús.

Por el puente de piedra atraviesa un eco de incontables arpegios. Algo así como una música celeste. El viento trae la vanidad del asombro. A veces en las noches de luna atraviesa un caballo de plata y raudo se eleva en los confines. El mundo es un vasto escenario donde los comediantes exhiben sus destrezas y los espectadores nos vemos pasar en ellos. ¿De dónde viene ese silencio perpetuo donde parece danzar el universo? Tal vez apenas somos marionetas en un teatro de impostores. La noche trae vestigios de lo que vive más allá de la certeza. Tal vez somos tristes remedos de la comedia humana intentando ser perfectos. Briznas de un instante de eternidad. Algo que Segundo en sus pétreas convicciones, sabía de memoria. 
























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