APOLOGISTAS DEL EGOISMO
Por: Alonso Quintín Gutiérrez Rivero
Si
es verdad que el amor se funda en el egoísmo y este es dueño de la prosperidad,
entonces, estamos frente a un fenómeno de intereses de inabordables
definiciones, largamente reflexionado por los filósofos, de rabiosos presagios
para los economistas y asunto de gran trascendencia para agiotistas y
malhechores. Los mercaderes del bienestar, compran su especial tranquilidad a
costa de la ruindad ajena. Se desviven por sus intereses, sin importar los de
los otros y menos aún los de la comunidad, en actitudes antisociales,
desprestigiando de paso, el origen del dinero como recurso desde esa etérea
desviación lejana de lo inverosímil, pues al fin y al cabo, el dinero es viento y
ceniza de la economía.
El
dinero es tan intangible como su concepto y tan real como las cosas que puede
comprar. El delirio de tener enceguece. Se derrumban los principios, se
sacrifican creencias y abolengos. Un hombre puede morir de hastío, pero no de
hambre. Ese debería ser el lema, la consigna. ¿Pero qué ocurre? Millones de
seres humanos sucumben a ese flagelo de vergüenza en humillante condición, mientras banqueros y
empresarios dan parte de escandalosas victorias económicas. La franja de los
pobres aumenta en el mundo, la opulencia
y la riqueza acumulada en unos pocos,
causa toda suerte de desequilibrios, muerte y tristeza en el planeta.
Los
países sometidos a las balanzas de pago
y a los empréstitos internacionales, ven condicionado el gasto al banquero, quien
señala cómo, cuándo y en qué puede gastar, incluidos los salarios, pensiones y
la canasta familiar, tazada desde esas oficinas de la aristocracia
internacional donde se dice qué se debe
y cómo sonreir ante el bufón de la finanzas, para que acceda a la misericordia
de un préstamo causante de un deudor en cada nacimiento de cualquier hijo del
tercer mundo.
Cada
año los sindicalistas van a la mesa de negociaciones a mendigar el aumento de
diez pesos al salario mínimo, mientras los honorables senadores aumentan sus
dietas millonarias por encima de cualquier consideración nacional. De ahí al
simple transeúnte comprador del tinto de la calle existe un abismo nada
comparable con la detestable mezquindad dada a los trabajadores. Ejércitos de
esclavos, hacen la mano de obra y vuelven baratos los productos. Una gran masa
de inconformes
pasa
frente a las tiendas de electrodomésticos, calculando cuánto puede comprar su
miseria y se adormecen con sueños fallidos o con una muñeca de plástico de las
que llegarán por montones con el Tratado de Libre Comercio “Considera con
malicia la miseria y la riqueza/ porque toda máscara es solo aplazamiento y al
final solo quedarán las obras puras” (Eduardo Gómez).
¿A
cuántos deudores les fue arrebatada, la
finca, la casa, el carro, un electrodoméstico, ante la imposibilidad de pagar?
¿Cuántos han ido a la cárcel a purgar la desdicha de la pobreza? Comprar los
sueños a plazos, es un martirio que dura toda la vida y los bancos, incluido el
Agrario, detestan esa raza despreciable de deudores morosos, a quienes se debe
aplicar “el peso de la ley”, incluso la pena de muerte y el arrebato de la
esperanza. Tristes recuerdos dejó en los colombianos las Unidades de Poder adquisitivo,
UPAC.
“La
vida humana resulta digna de ser vivida cuando cualquiera de nosotros hace lo
que es debido y reconoce a los demás como verdaderos semejantes, no meros
instrumentos manipulables”, nos dice
Fernando Savater en “Las Preguntas de la Vida”, ¿Acaso el afán mercantilista,
el afán de comprar bienes y conciencias, de enriquecerse a toda costa, pasando
por encima de principios, abolengos y seres humanos, racionaliza, piensa o se
detiene a meditar en los estragos de esa plaga detestable? No. Se comercia,
sobre la base de la ganancia, la ventaja, la triquiñuela, el calcetin ode
criminal. Se comercia con fundamento en la desdicha y el placer de la derrota
ajena. El mercader es el triste pasajero del engaño. Vive de retazos de
angustia ajena y se solaza en sombrías victorias. No se detiene a pensar en las
víctimas. Su lucha es consigo mismo, con su consigna lujuriosa de acumular
riqueza a costa de ese territorio lejano a su sentimientos llamado dolor,
“cuando las iglesias se llenan de fieles deformados por el trabajo/ y los
mendigos exhiben su carroña invocando la Corte Celestial/ mientras los
transeúntes contienen el aliento sin mirar”.
Los
negociantes, amanecen maquinando trampas,
amasan sumas fabulosas de dinero y las esconden en graneros donde aumentan las bolsas y sacan a
relucir los billetes amarillos de tanto guardar ambiciones los días de fiesta.
Prisioneros de su triste condición calculan con beneplácito, los dividendos de
su próxima hacienda y se disponen a servir de priostos en las fiestas patronales. Son el resultado de un
sistema atacado por Marx y acogido con lujos por Ricardo, el teórico de la
economía mundial. Nada hay de repudiable
en una ganancia, pero hecha al acecho de la ingenuidad o la confianza de
“un cliente” como llaman ellos a sus víctimas, sí es detestable y criminal.
Bromas trágicas del “Homo Ludens”.
Pero
nada es tan precario en este mundo que no pueda remediarse pues “según las
teorías modernas, a una persona con poder económico, la misma ley y la misma
sociedad se encarga de borrarle las más
vergonzosas fechorías” (Osar Fajardo. “El mentiroso Más Elegante del Mundo”).
Los mercaderes, siempre serán seres respetables, dignos de confianza y
caudillos del progreso, filósofos tiplistas
del enguayabado acordeón de la vida.
La
comedia cotidiana, crea toda suerte de villanos y los mercaderes, los
financistas, los comisionistas, los arrendadores, las casas de empeño, los jugadores del anticresis, los vendedores de baratijas y de lujosas mansiones, los compradores de
objetos de segunda, los ricos más ricos
del mercado de las pulgas, los prestamistas, las casas de finca raíz, los transeúntes del vicio de comprar y vender
al mejor postor, ignoran penosamente la veneración merecida al ser humano,
convertido en simple objeto de ganancia, (porque ellos jamás pierden). Su
impudicia los hace despreciables, rastrojos del indignante
espectáculo de las finanzas, proveniente del lugar lejano del sufrimiento,
jamás sentido por ellos pero sí endilgado con toda alevosía. “El que roba puchos
de plata, roba retazos de muerte”, diría el filósofo tiplista.
El
dinero es apenas el signo del lejano entendimiento un día inventado por el
hombre para representar su sueño de
tener. Se mantiene sumiso a ese concepto elemental y sublime a la vez en cuyo
fondo subsiste el odio y el amor, el egoísmo y la traición, la verdad y la
mentira. Es un mito convertido en superverdad.
Posee desde lugares oscuros del ánimo, intoxica la conducta, seduce y
corrompe, ensucia e ilumina, se apodera de la necesidad de amar y de odiar,
enturbia y enceguece, en los largos vitrales de la ruindad humana, Mefistófeles
y Beatriz, Hitler y Jesucristo a la a la
vez.
El
dinero es el pedestal donde prevalecen
los apologistas del egoísmo, ensombrecidos por los estigmas de las
desdichas humanas. Están invadidos de
ese mal mefistofélico sin remedio posible.
El deleite de sus crudas emociones, va más allá del “Agua de la Eterna
Juventud” o de “Las Islas Afortunadas” o
de “La Tierra sin Mal”. A pesar de ser un signo como, el humo o el vapor, el
dinero deletrea martirios, pronostica genocidios, derriba tronos, esclaviza
pueblos, diviniza los vicios, protege malhechores, edifica mansiones de
oro, crea genios en botellas
abandonadas, endiosa al estado, ama,
profetiza, engaña, mata, envilece, odia… inventa esa gran apología del egoísmo,
a cuyos pies rueda la dignidad humana, olvidando acaso que “en cada instante la
eternidad fluye”.
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