LA CAMPANA DEL MOHAN
Por Alonso Quintín Gutiérrez Rivero
El mundo es el telón donde
vacilan nuestras imágenes
Omar
Khayyam
Fue necesaria la fuerza de sesenta cargueros colosales para
transportar las cuatro campanas desde Capitanejo hasta el pueblo. Sesenta
jornaleros, hechos a fuerza trabajo y azadón, los más dotados, los más
apuestos, atléticas estampas de Olimpia.
La aurora los vio alzar los yugos atados en paralelas de ocho hombres por
campana, los demás esperan ansiosos. El aire tibio juega en las ariscas cabelleras. Un cielo
poblado de estrellas alumbra el amanecer. El padre Carlos inició el ritual de la jornada con una crucial
oración, a la que respondieron todos, menos uno, “Amén”. Crujieron los yugos
sobre los duros hombros y el cortejo comenzó. Presidía el padre Carlos, montado en un brioso alazán, lo acompañaban dos edecanes descomunales y el sacristán.
En el paso de la
quebrada de “Hoya Grande” fue necesario detenerse. La cascada salpicaba perlas
de luz sobre los cuerpos afiebrados. Un carguero corpulento, tez morena,
sombrero ancho, bigote ensortijado y ojos profundos, pareció salir de la
cascada para decir “dejen esa campana”, pero el padre Carlos, sin escuchar dijo
“Sigamos”. Las campanas pesaban toneladas. Virtuosas y sonoras fueron traídas
de Huesca, otras de Rere, donde un terremoto había destruido el pueblo y las
gentes aportaron joyas, oro, y metales para fundir las campanas que al final
quedaron con tal musicalidad y potencia que se escucharían con total claridad a
grandes distancias, tal vez en memoria de los ángeles venidos del cielo a
consolar a los moribundos de ese pueblo ubicado al sur de Chile. El padre
Carlos hizo contacto con un mercader egipcio quien asombrado de las alturas de
la cordillera oriental, prácticamente se las regaló por un precio irrisorio. El mercader
le dijo que su barco había zozobrado en el mar de las Antillas y que regresaría
tranquilo a Samarkanda, sabiendo que sus campanas estarían a salvo en las
montañas de Macaravita, eso les dijo el padre Carlos a los feligreses desde el
púlpito y remató con el texto: “Mentem sanctam voluntatem honorem deo et patria
liberacionem”, aludiendo tal vez a las prédicas de San Agustín, sobre el
cultivo de las virtudes.
El agobiante ascenso a
“Loma Colorada” se hizo por caminos prehistóricos, pero estos héroes
monolíticos no exhalaron una queja,
nada, en sus ojos de piedra, se reflejaba un paisaje de mirlas y carpinteros.
Bajo el árbol de cují,
más allá de los dividivis y los cactus una mujer les dio a beber guarapo hecho
con supias milagrosas de fermentaciones rápidas y cortesanas recordaciones.
Pasaron los zanjones de Gorguta y por
fin divisaron los valles de “Buena vista”, donde justo Abel Quintero se enamoró de una hermosa niña de nombre Blanquita,
de ternura inefable, a la que amó con indecible devoción hasta la
muerte con amor
impostergable. El padre agradeció a Rosa Gayón, maestra de la vereda, su
proverbial saludo con niños y todo. Preguntó por los hermanos Martín y Antonio
a quienes recordaba por sus maneras simpáticas de contar oprobiosas historias
de mohanes y mancaritas. El hombre del bigote, sonrió como si en esa sonrisa
abarcara el misterio del mundo.
Después de “Cruz
grande”, los cargueros se negaron a descansar. A veces los pies se hundían en
la tierra dejando huellas que ni el tiempo
borraría. La noche empezaba a desencadenar fantasmas cuando llegaron a
Macaravita. La multitud expectante los
proclamó héroes invencibles. Las cuatro campanas más sonoras del mundo estaban
en el atrio del templo. Subirlas a la torre y dejarlas listas para llamar a
misa fue asunto de niños para esos bravíos exponentes de Espartaco, pero cómo
colocaron la más grande en lo más alto,
sí era extraño, por las dificultades, la falta de espacio y la fuerza
requerida, pero sucedió. La campana resplandeció a la luz de la luna como estandarte de la proteica faena y el
padre dijo “Padre nuestro que estás en los cielos…” Todos inclinaron las cabezas y la oración
pasó por encima, como el ala de un ángel protector de tantas dudas y fracasos
en los reinos de Dios, para hacerse a la voluntad de convertirse en seres
humanos con pretensiones divinas. La luna resplandecía en lo alto en
gigantescas perlas de plata.
De pronto, se oyó un
trueno espantoso y del alto de “Los Rayos” descendió un rayo, zigagueó sobre la
gran cúpula de las campanas y encegueció a la
aturdida multitud. Alguien vio o creyó ver la figura de un hombre de
sombrero grande y ojos encendidos saltar desde el campanario al atrio, pero no
se atrevió a afirmarlo, por lo inverosímil y la impresión del momento. El padre pidió calma.
Se oyó después galopar una bestia por la calle empedrada hasta la
esquina de los escapularios. El hombre del bigote, se acercó al padre y le
dijo: “La campana es mía, padre”, “Claro y mía y… de..,”pero no alcanzó a
terminar la frase, el hombre lo miró casi con desdén, montó sobre la mula
arisca y travesó la calle real a galope. En loma de los eucaliptos se oyó un relincho que todavía
recuerdan los moradores de Macaravita como el presagio de los siguientes sucesos.
Iría por la quebrada de “Mortiño”, donde
Policarpo Camacho, pensaba en su amigo
Valeriano Gutiérrez, conversador furibundo y arriero de generaciones de irrenunciables
convicciones políticas, cuando se oyó un estruendo, allá en “La Peña del
Tambor”, parecido a un trueno
subterráneo que fue en aumento hasta iluminar la Cueva del Mohán. Los cargueros
acostumbrados a esos fenómenos de gigantescas proporciones, apenas si le
prestaron atención y sonrieron como si fuera lo más natural del mundo. Uno de
ellos sonrió y dijo: “El Mohán está bravo, algo va a pasar” y se quedó pensando
en las desaforadas carreras que hacía desde “El Jaguí”, hasta “La Bricha” y
luego al alto de “San Gabriel”, para llevar las muestras fisiológicas de algún
enfermo a Don Isidoro, médico homeópata de gran prestigio a quien los enfermos
le tenían una fe mahometana y regresaba al atardecer a rajar leña, así como si nada, con su insólita corpulencia hecha de robles y
piedras
La noche se perdió en las inmediaciones del miedo.
Después de las doce, se oyó el galopar frenético de un caballo por las calles empedradas. Iba
y venía por la calle de los Quintero, bajaba hasta la casa de Gregoria Veloza,
donde Segundo Castellanos vio espantos y oyó sonidos del más allá, subía luego
por la calle de las Eslava, frente a la casa de Gregorio Quiroz parecía
detenerse, pero después arreciaba el infernal galope.
Así hasta el amanecer. Hasta cuando cantó el
gallo y entonces, quedó el silencio flotando como una hojarasca. Nadie durmió, pero tampoco nadie se atrevió a
mirar por la ventana, por temor a encontrarse con algún fantasma de esos que aseguraba Felix Crispín, el del armonio
mágico, suelen salir a recorrer el pueblo y a dejar intacta la fe en las cosas ocultas.
El día empezó a clarear
desde los resplandores suntuosos del nevado del Cocuy. Rosana, con pañolón y
percal llegó presurosa a la casa cural “Padre, échele agua bendita a este
pueblo”, “¿Qué pasó doña Rosana”, dijo el padre, arreglándose la sotana.
“Terrible padre” y se echó a llorar, “una bestia enorme que echaba chispas por
los ojos y sacaba candela al empedrado, galopó y galopó, toda la noche”, “Debe
usted confesarse doña Rosana esas cosas… un momento”, y ascendió por las
escaleras del campanario. Un extraño presentimiento le aceleró el corazón. Sintió
un gran alivio cuando estuvo frente a las tres maravillosas campanas hechas
para dar notas celestiales y alegrar a los feligreses, pero cuando ascendió al
siguiente palco, donde habían instalado la más grande, quedó estupefacto. Un sudor frío le recorrió
el cuerpo. Inexplicablemente la campana no estaba. Entonces tocó con frenesí
las otras campanas, hasta caer extenuado. Abel Sánchez, el eterno sacristán, lo
ayudó a bajar. Un gentío apresurado,
colmaba el atrio. “¿Qué pasa padre?”, preguntó alguien, “Se robaron la campana”,
les grito. Una rezandera pensó en los cargueros de Chinivaque, otra en
los de Bóriga y otra en los de la Palma. La confusión desató el demonio de la
incertidumbre. Entonces entraron de rodillas al templo como acostumbraban
cuando algo terrible sucedía y se quedaron pensando en las cosas de Dios y en
las del más allá como si ya estuvieran
en esos predios ajenos al entendimiento.
De pronto se oyó el tañir de una campana muy
cerca, pero al salir se oyó allá a lo lejos en la peña del Tambor. Rosana creyó
ver el hombre del bigote con el sombrero alón, sonrisa desmemoriada y ojos
encendidos. Eso dijo después cuando discurría la noticia irremediable, sobre
ese pueblo de calles empedradas, donde Pedro Juan Castellanos, escuchó muchas veces impasible las historias del Mohán
de la Peña del tambor. Desde entonces,
se le oye repicar de manera infalible,
los viernes santos a las tres de la tarde, arriba en la cueva del Mohán.











No hay comentarios:
Publicar un comentario