ENCUENTRO


Punto de encuentro.

martes, 3 de enero de 2012

LAS LADERAS DEL SOL






LAS LADERAS DEL SOL

Por: Alonso Quintín Gutiérrez Rivero
“Se cambiaron las formas del olvido”
Matilde Espinosa

He cambiado mis palabras por un montón de cenizas. Es como traspasar el aire con una saeta. Fuego a punto de arder. Vuelo para iniciar la voz inaccesible de los cerros. La tempestad de mi alma enciende plegarias en labios inocentes. Se adormece el silencio en una furia de desdichas. Los recuerdos son blasfemias del corazón. Vivo en la memoria del viento un sueño de tempestad. Descenso de sables al abismo del ser. Convivo en las laderas del sol, la intermitente obsesión de esta tierra signada por cruces de pavor. La historia es un cruce de obsesivas maldades y artificios inconfesables. En el teatro de la vida unos pugnan por senderos espinosos, otros otean lo send deros. Son heraldos de desgracias. “Quien muere en la pelea no siente ni considera la muerte; porque el ardor de la pelea lo obsesiona”. Esa voz secreta pugna por salir del abismo de mi ser.

+Una poética descripción del personaje.

De octubre de 1899 a noviembre de 1902, Colombia fue escenario de una de las guerras más extrañas. Confrontaciones entre bandas armadas con órdenes de aniquilación total, bajo las banderas  de los partidos liberal y conservador que sembraron  los campos con 180.000 muertos para vergüenza nacional. Una devastación de asesinos con los distintivos azul y rojo, de una ignorancia irracional, auspiciada  desde el solio presidencial y animada por el verbo encendido de Rafael Uribe Uribe,  quien afirmó en el Senado de la República: “Si no nos dais la libertad, nos la tomamos por la fuerza”.

A Rafael Uribe, le acompañaban, Foción Soto, parlamentario  santandereano y Luis Parra tolimense. Guerra de intermitencias insubstanciales y desbordes parroquiales, en esa ironía de la villanía  y  la esclavitud  del sometimiento al poder. Invento, al fin y al cabo, despiadado del hombre para justificar su arrogancia en la desmesura como ser privilegiado de la naturaleza.

Desde 1895 los gobiernos de Miguel Antonio Caro, Sanclemente y Marroquín habían desatado  los odios del partido liberal a causa de la falta de garantías como partido alternativo de poder. Tres años duró la guerra. Mil días, 1.128 días para ser exactos y así pasó a la historia, como la guerra de los mil días. La modernidad tiene visos de olvido, pero quienes sobrevivieron a la batalla de Palonegro hablaban de tal  crueldad  que dejó más de 4.500 muertos pasados a cuchillo, machete  y sable, preámbulo de  atrocidades como “el corte de franela” y otras vejaciones. La guerra liderada por Benjamín Herrera del partido liberal y Próspero Pinzón, conservador, replegó huestes hacia la  cordillera oriental, por los departamentos de Cundinamarca, Boyacá y Santander, dejando tras sí, hechos vergonzantes y viles.

Lo trágico no es la contienda. La ignorancia es la tragedia y esta guerra, llevó a  muchos hombres y mujeres que nunca entendieron por qué morían y menos aún cuál era el pensamiento de sus dirigentes al ofrendar la única forma de existir en las tinieblas de la libertad. Los asesinos de Uribe Uribe, jamás entenderían por qué un hombre tan lúcido y brillante sucumbía al drama de las pasiones políticas y menos aún las razones para emplear hachas en vez de balas en tan terrible trance. 17 guerras y once constituciones dan cuenta de la desestabilización social y política del siglo XIX en un país donde el más ilustre sensor afirmaba al dar cuenta de la separación de Panamá, “Qué me piden, si recibí de ustedes un país y les devuelvo dos”.

El gobierno de Miguel Antonio Caro, se caracterizó por el desorden social, el desmedro del erario y el asedio del hambre en la población; estado inaceptable para el liberalismo. La intervención afortunada de Aquileo Parra, pacifista de nacimiento, solo logró la postergación de una guerra inevitable y absurda cuyos excesos y desmanes terminarían por extenuar las fuerzas de los combatientes con la pérdida de armas y municiones. Casos hubo en que la mitad del ejército esperaba la muerte de sus compañeros para después tomar las armas y continuar el combate.

El 15 de marzo de 1895, el ejército conservador ganó la feroz batalla de Encizo donde Pedro Rumualdo Torres, recibió una herida en el brazo izquierdo y logró escapar con cincuenta hombres por Peña Colorada hacia el Alto de los Rayos en Macaravita. Su juventud y una extremada agilidad aprendida en los lances naturales de la vida, lo salvó de morir, o tal vez porque era un hombre destinado a grandes empresas militares sin temor a la muerte, como lo había demostrado con su caballo “Siete leguas” al enfrentar solo un piquete de soldados en las proximidades de Capitanejo, ese 14 de enero de 1895. Había pasado la quebrada “Hoya Grande”, cuando escuchó un extraño ruido y de inmediato espoleó el caballo pasando por encima de los soldados. El animal recibió un balazo en una oreja pero él, disparando a ras de cincha mató a cinco hombres tan desconocidos como su emblema liberal.

Apenas con escasos 16 años montaba a caballo a la perfección y disparaba el gras y el revólver con la misma rapidez del pensamiento. En Málaga conoció a Rafael Leal, líder integracionista venido de Cúcuta a organizar el ejército liberal para enfrentar las fuerzas  del partido conservador. Sorprendió por su capacidad para asimilar las tácticas, proponer rutinas, señalar rutas, y formas de supervivencia en medio de la oscuridad de los peñascos y las aguas turbulentas del río Chicamocha. Valiente, veraz y abnegado desplegaba un vigor insospechado y una gran inteligencia, aunado a una especial simpatía y cortesía con las mujeres a quienes les otorgaba el sitial de sus preferencias con esa alevosía solo percibida por las almas solitarias.

De elevada estatura, cabellos negros y una mirada profunda en cuyo fondo se podía adivinar el destino de sus enemigos, sonreía a solas, calmando sus ánimos y adueñándose cada instante de las situaciones como si siempre tomara decisiones impostergables para mantenerse con vida. Aunque para él el juego de la vida y de la muerte era lo de menos. Aún en los momentos de apremio, procedía con extremada precisión como si todo lo tuviera calculado. Jamás se aprovechó de las desventajas del enemigo y por el contrario los dejaba escapar. Prefería la piedad a la deshonra de matar sobre seguro.

Nació en las laderas del sol donde el hombre es el pretexto del verbo sentenciar. Su niñez transcurrió en el légamo del río Nevado, al amparo de trapiches y turpiales, en medio de los vientos saturnales de la Bricha y Rasgón. Sabía del color rojo por lo de liberal como se lo habían dicho y el azul pestilencia de su rencor aprendido en esas conversaciones hechas al desamparo de una excomunión.

Después el tiempo
Borrará las cenizas
Y escuchará a quienes
Siguen mirándose en el fuego.
Se vio de pronto sumergido en la turbulencia de una guerra heredada por la barbarie y el descontrol de las luchas por de la independencia irisada de heroicas jornadas y de guerreros sin nombres caídos con el grito de libertad temblando entre sus labios. Tal vez traía en sus venas el fuego de esa sangre dispuesta a sacrificar la vida por eso tan lejano y primitivo de todo ser humano incapaz de someterse a la esclavitud.

Cierta mañana, el aire parecía detenerse a meditar en los naranjos. La llegada de un mensajero irrumpió en sus pensamientos como el oleaje de un rumor. Traía un papel con claves y órdenes secretas para cumplir a cabalidad en las próximas 48 horas y él aceptó sin  dilación. Armó con rapidez un grupo de cien hombres y marchó al puente “El Totumo” donde obtuvo una gran victoria al enfrentar al ejército de la república comandado por Jenaro Cifuentes, proveniente de las huestes de Soatá quien venía precedido de amplias demostraciones de valor y una exuberante fortaleza. El conocimiento del terreno y la táctica de tenaza aplicada en el combate, le dio rápidamente la victoria. Los muertos y algunos heridos fueron lanzados al río Nevado. El vigor y la ardentía demostrada en el combate, ganaban el respeto y admiración de los seguidores, quienes desafiaban  y arriesgaban todo por su líder. Un hombre como  él, insólito en su insultante juventud solo podía estar destinado a grandes hechos y así ocurrió. De continuo llegaban a la hacienda mensajeros de Uribe Uribe pidiendo su contribución armada en el pleito contra los conservadores apoltronados en el poder. “Confiamos en usted para contrarrestar las fuerzas de Miranda y Málaga. No dude en usar la fuerza cuando así lo requieran las circunstancias. Debemos persuadir al enemigo, por las buenas o por las malas. Cuente con nuestro apoyo en todo cuanto necesite”.

Para 1899 la confrontación entre liberales y conservadores estremeció al país. Bandas sin control, atravesaron el territorio nacional de un largo viacrucis, dejando tras si una estela de muertos, huérfanos y viudas, imposible de contar. Un poderoso ejército conformado por campesinos de abnegada devoción por sus partidos, se entregaban a la muerte ignorando por qué combatían y dónde estaban escritos los ideales tan proclamados por la dirigencia liberal y conservadora.

Solo entendían de los odios por los colores azul y rojo, signatarios de sus destinos como héroes sin nombre de un país desconocido que los condenaba a muerte, desde el pálpito de sus emociones y la persuasión del aniquilamiento del contrario, para la gloria nacional. El departamento de Santander, aportó un ejército de voluntarios de insuperables proporciones, convencidos tal vez de la alternancia del poder como forma de superar la miseria y la ruina de 17 guerras internas. No sabían o parecían olvidar los horrores de la guerra o quizás, era mejor morir  a una vida de esclavitud y ruindad.
La tempestad de las penas, doblega el espíritu y somete al individuo al oscuro lenguaje de la enajenación.

II.
Porque ya estoy en el caso de perder la vida o seguir el camino de la gloria
Simón Bolívar.

La pena engendra ángeles de olvido y en el pecho del guerrero la insubstancial coraza de la indiferencia ante la muerte. La sonrisa del infortunio en un padecimiento de improperios y acechanzas inverosímiles. Un extraño aroma de rifles y sables encendidos, enardecía su alma mientras recorría con la mirada el galope de cien caballos por esos pedregales milenarios, donde morían sus esperanzas y  despertaba el genio de sus desventuras.

Y fue el trisagio de su vida el monumento de las desdichas. Sin saberlo, fue poseído por himnos arrasados desde los altos de San Gabriel y Guacamayas. En su sangre rugía el río tempestuoso de la villanía y se estremecía el jilguero de su gran devoción por la vida. Tampoco su corazón no tuvo tregua. Fue pastor en la égida de tanta alevosía. Cultivó sin saberlo la hierba del mal  y vio la muerte asomar a los rostros de los valientes. Se despedía de ellos como si pronto los volviera a abrazar en el naufragio de la fugacidad del combate. Perdió la calma y se entregó al delirio de saberse más allá de la realidad y más cerca del sueño o la pesadilla de vivir.

Avanzaba sobre los poblados. Llegaba como una sombra sin advertir las torrenciales aguas del olvido. Sin percatarse de su figura descomunal aumentada por el pavor. Ausente del dolor solo amaba el placer del combate como una ofrenda a su intensa desolación. La desolación del poder en medio del horrendo sacrificio de la contienda.

A los 18  años  decidió entrar a El Espino con su gente con la altivez de un egregio conquistador. Sabía del poderío militar de Isidoro Ráquira, y aún así determinó su decisión de entrar al saqueo y la matanza, pero arriba del puente de Morrocoy, muy cerca de la Alcantarilla, el enemigo había tenido la paciencia de observar sus movimientos y esperar con calma el avance. Ese viernes a las seis de la tarde se vio de pronto rodeado. Empezó una cacería despiadada hombre a hombre en una orgía de cuchillos recordada solo por los vientos del Río Chiscano, donde se perdían los gritos de los moribundos. El, entonces desenvainó la espada, herencia de su padre y en feroz embestida hirió a varios combatientes. Buscó en medio de la penumbra la figura de Isidoro, pero este lo esperaba sobre un montículo, firme, desafiante, apuntándole con un gras de gran calibre.
-        Un paso más y todo habrá terminado. No quiero matarlo Rumualdo pero si insiste le daré gusto.
-        A todos nos toca en cualquier momento. Dispare la gloria será suya.
-        No sea pendejo, Rumualdo, nosotros no peleamos por la gloria sino por un estúpido partido.
-        Entonces dispare y gánese la gloria de su estúpido partido.

Se oyó un disparo y Rumualdo rodó cuesta abajo hasta el río, pero no estaba herido. Cuando intentó salir, hubo un silencio parecido a la muerte. Debe ser la exaltación  del espíritu  o el cerebro inventando fábulas en la hora decisiva. Un hombre de la cuadrilla le salió al encuentro.

-        El comandante Isidoro se fue, dijo que la gloria es un lecho de piedras y diamantes donde duermen los estúpidos. Así lo dijo y se fue.
-        Tampoco yo lo hubiera matado- se dijo para sí- ¿Algo más?
-        No. Solo dijo eso y se marchó con los heridos. Esta batalla la perdimos, capitán.
-        Regresamos al puente del Morrocoy.

Los siguientes ocho días fueron de planes y aprovisionamiento. La toma de El Espino era inminente. Rumualdo no admitía derrotas así por así. Ordenó ascender de noche a Plan de Burras y esperar los informes de los “Postas”, sobre el estado de las tropas enemigas. Abajo se oía el rumor de las aguas del Río Nevado, aprisionado entre los peñascos de Guacamayas y El Espino. De Panqueba llegaba una suave brisa como soplo divino sobre un mar de aromas de naranjales y limoneros. Los hombres dispersos bajo  los árboles de gallinero, aguardaban el amanecer. La aurora apareció por encima de las montañas. Parecía venir de Chita o de más allá del silencio de las salinas de Tierra Adentro, a donde iban los paneleros a hacer intercambios por sal. La tierra se iluminó con ese resplandor azuloso que despierta en los hombres los instintos y las ganas de vivir.

-Hay guardias por todas partes. Los caminos de Chiscas, la salida a Santa Ana, la ruta a Panqueba y Guicán, todo está controlado. Hay mucha gente en el puente de Guacamayas. Es imposible entrar capitán, dijo el mensajero recién llegado, después de atravesar las matas de uñe`gato y espino`cabro únicas  formas de impedir ser descubierto.
- No hay imposibles, muchacho, no hay imposibles. Hay que unir a la prudencia un poco de locura, eso es todo. Y se tendió bajo los matorrales.
Hacia las cuatro de la tarde, cuando todo estaba dispuesto, Plan de Burras, era el cuartel de 300 hombres impacientes por entrar en combate, pero él se obstinó  en esperar el nuevo anochecer.
-        Será más tarde, sin premura- les había dicho y se dispuso a ensillar el caballo.

De repente y sin saber de dónde se oyó el frenético galopar de un caballo y a la vista de todos apareció un jinete vestido de negro, luciendo sombrero, capa negra y pasamontaña. Una visión apocalíptica de asombrosa precisión, fluctuante entre la mentira y la verdad. Testigos dirían después que parecía un fantasma, de fascinante presencia. Montaba un brioso corcel de pelo negro  brillante como el atardecer de ese día. A galope tendido atravesó la planada por entre los combatientes y al llegar al otro extremo desenvainó una espada de gran empuñadura. El caballo se levantó sobre las patas traseras,  relinchó y se precipitó en terrible galope. Ya el entusiasmo había crecido. Se oyeron gritos de júbilo.
-        Viene a ayudarnos
-        Es un enviado divino
Así hizo una nueva carrera, con la espada en alto, pero al llegar al sitio de los impulsos, el jinete lanzó un feroz grito de guerra. Rumualdo recordaría esa frase lapidaria de sus ancestros: “Lo que florece en el camino de la discordia, madura en las espinas”. El caballo inició un nuevo galope y el jinete descargó la espada sobre el rostro de un hombre que murió sin saber de dónde vino el golpe y menos aún quién era el agresor. Los instantes sucesivos fueron de terror: la espada subía y bajaba, al pecho, al rostro, al cuello de los hombres petrificados por el asombro de tan demencial ataque. Quienes corrían sufrían peor tormento pues la espada les atravesaba la espalda, la nuca. El jinete lanzaba terribles gritos de guerra en cada lance y la muerte se fue adueñando de la tarde, bajo un sol moribundo y un viento de improperios.

Un hombre que logró esquivar el golpe apuntó el arma al jinete asesino a la distancia y en un acto de solemne precisión disparó. El jinete lanzó un nuevo grito, levantó los dos brazos mientras la sangrante espada volaba hacia los matorrales y cayó agónico por detrás de la  cabalgadura. Rumualdo fue el primero en llegar. Debía saber quien era el agresor y de dónde provenía semejante acto de valor. Le arrebató el sombrero y el pasamontaña. Estaba muerto. El tiro le había perforado los pulmones y atravesado el corazón. Tiro de moribundo dirían los que saben. Rogelio regresaba de la muerte para hacer semejante disparo. Pero al quedar al descubierto la cabeza, todos quedaron en silencio. En la corona con gran claridad se veía la tonsura y en el cuello el cleriman distintivo del sacerdote.
-        Perdidos somos… era un sacerdote y contra eso no podemos. Lleven a los heridos y dejen los muertos. Otra vez será, Isidoro Ráquira, otra vez será. Vamos.
-         
Más allá de Plan de Burras, los desfiladeros sueñan mortajas. Cada paso es un riesgo y un milagro en la sentencia de la vida, no obstante la costumbre en esas tierras de cabras y de perros es andar descalzos desafiando las espinas y la muerte. Ascendieron con el pesar a cuestas las laderas de Chinivaque y luego bajaron a la “Garita” donde  volverían a comenzar al conjuro de ese hombre proverbial audaz para sortear los peligros y con ardor suficiente en la palabra para encender la hoguera de la libertad o de la esclavitud, quien sabe.

El Papa XXXX, decía en una bula pontificia: todo aquel que se declare enemigo de la iglesia será excomulgado, tenido como amigo del diablo y devoto de los infiernos. Por consiguiente su muerte será preferible a la acechanza de su maldad. La doctrina liberal, causa desconfianza pues no reconoce la voluntad divina y se aparta de los mandamientos. No es pecado la muerte de un liberal a manos de un cristiano, pues defiende con su honor la doctrina de Cristo. Los conservadores se apropiaron de la doctrina cristiana y en su nombre defendieron la fe y atacaron a muerte, a los liberales quienes eran tenidos por masones y ateos. Desde los púlpitos se declaró la guerra a esos ateos y se instigó a eliminarlos, pues al fin y al cabo, “matar liberales no es pecado”.

La cordillera oriental, está irisada  de pueblos martirizados por esa confrontación,  del despotismo racional y por la divina embriaguez del supremo hacedor,  amo  y señor de  las vidas de los hombres.  Ejércitos cristeros bien equipados iban al campo de batalla con la seguridad de defender una causa justa. Legionarios de espada y fusil esgrimían su devoción en el combate cuerpo a cuerpo. El párroco de El Espino, así lo entendía en el eco de los siglos conmovido por la frase tremolante del Beato Ezequiel Moreno “Matar liberales no es pecado. Vayan y defiendan la fe de Cristo”. Para contrarrestar el linaje de esa sentencia, Uribe Uribe, escribió el libro “Ser liberal no es pecado” pero no fue suficiente porque aunque los  conservadores asisten a misa de siete  y los liberales a la de cinco, el asunto no era de convicción religiosa sino político y en eso el ser humano es irreconciliable cuando le conviene, pues muchas veces el voltearepismo fue bien recibido por ambos bandos y acogían al nuevo integrante con afecto. Asuntos de la raza humana, para justificar su demencia. El talento y la gracia exaspera a lo brutos,

III

Arpegio repetido
que ha quedado sonando
en los luceros

Dora Castellanos

Una noche, febrero por demás del año 1899, Rumualdo, pensaba en los episodios de su vida, tan delirantes como oprobiosos. Se acordaba de los asaltos, los temores  del combate. Los recibimientos de héroe en el Cocuy y Chiscas, gracias a la temeridad y al arrojo en la lucha. Nunca se quejó, pero sentía un descenso en su condición humana. Presentía el abismo del que no podría salir. Se sentía atrapado en un círculo de niebla donde morían sus ideales y se marchaba para siempre el hombre que había soñado ser.

Un viento helado proveniente del río o tal vez de “Tienda Nueva”, entraba por los corredores y llegaba a su piel obligándolo a protegerse. Estaba solo en medio de la noche mientras los demás dormían. La noche es cómplice de muchas desventuras  y propicia para las delicias del amor. Los cascos de un caballo sacaron chispas y él de inmediato se puso en guardia con el arma en la mano. Desde el corredor podía observar de quien se trataba. El caballo avanzó tascando el freno, dio tres vueltas y se detuvo frente al corredor donde esperaba el hombre del revólver.
-        ¿Qué busca señor?
-        A usted
Acostumbrado a las sorpresas y los emisarios secretos, solo dijo:
-        ¿Quién es usted?
-        Eso no importa- dijo el hombre en la oscuridad- ¿Puedo bajar del caballo?
El viento helado arreció y la piel se le irisó sin saber por qué.
     -Desmonte y diga lo que tiene que decir.
Agil y veloz, el hombre saltó del caballo y lo dejó sin amarrar, luego se dirigió al corredor, donde esperaba el hombre del arma.
-        Deje esa arma Rumualdo, no he venido a pelear.
-        ¿Cómo lo sabe? La oscuridad encubre las armas y las intenciones.
Así en medio de la noche, sin luceros ni estrellas en el cielo, Rumualdo recibió al extraño Apenas encendió un pabilo y vio de pie a un hombre vestido de negro, espuelas, sombrero  guantes y capa. Vio o le pareció ver sus ojos brillantes y una dentadura blanca.
-        Siéntese… y diga.
-        No soy un emisario… soy…
-        No hablo con desconocidos lárguese- y le mostró el revólver.
-        ¿No es la intemperancia hija de las emociones y causante de muchas desdichas en la humanidad? Cálmese solo quiero hablar.
-        No son horas para hablar.
-        El hombre debe ser dueño y señor de sí mismo, y la esclavitud no está escrita en su vida.
-        Bien, ¿Qué quiere?
-        Solo eso, hablar- sacó un tabaco y lo encendió con pasmosa lentitud como si meditara cada movimiento A la luz del candil, pudo ver un rostro risueño, áspero si pero risueño, sin asombros ni perplejidades-

-        Es usted heredero de Voltaire y Diderot. Su vida, su pensamiento en desbandada en las actuales circunstancias, es un escándalo  para los ortodoxos.
-        ¿Diderot, Voltaire?
-        Están en la biblioteca de su padre, pero en estos lugares de piedras y alacranes, solo el vuelo de los gavilanes puede sobrepasar el tedio de la cotidianidad.
-        Soy…
-        Un librepensador, eso es, un librepensador, que nada le aporta a la revolución.
-        En la revolución solo sirven las armas.
-        Así es. No obstante, vive usted en la filosofía de Rousseau Dígame cree en la naturaleza humana? Es voluble como el viento y como el viento se va, se extingue como una pequeña luciérnaga en la noche.
-        Ah, si el hombre es cosa vana variable y ondeante.
-        Montagne. El inolvidable Montagne, qué insigne poeta era ese  pero desconocía los métodos de Montesquiu… hora es de ascender a la gloria, al poder a donde solo ascienden las águilas. Preciso será llenar las alforjas de júbilo y una gran voluntad, para alcanzar la gloria solo se requiere temple y tenacidad y usted caro amigo la tiene en abundancia. ¡Hora es de salir de este encierro de quebradas y peñascos! ¡La hora de Maquiavelo!- Su voz tronó en medio de la noche, en un agitar de hojas y buganvilias. Un ave gigante pasó a ras de patio, sombra entre sombras.
-        Esto es una locura, va a despertar a todos con esos gritos.
-        La única locura es la del poder amigo mío. El hombre es el único ser sobre la tierra que desea objetos inútiles, un título, una bandera, una distinción, un…
-        No más lecciones… no podemos escapar a la tragedia nacional.
-        Ah, ¡Cuán despreciable es la raza humana! Inventa guerras para calmar su vanidad. El thymos socrático, esa es la tendencia de sus dirigentes, ustedes mueren, ellos reinan. Ustedes liberan, ellos esclavizan. Los humanos son despreciables. Ególatras, asesinos, víctimas del racionalismo descienden al hades, sin entender.
-        Señor misterio, lárguese ya.
-        La ponzoña infame de la vanidad toca a sus puertas. No se desmorone su voluntad y no aniquile la virtud. Recuerde: la historia no existe, solo existen los conciliábulos de cantina donde se decide el destino de cada hombre y este país, de enmiendas y confesiones sacrifica a sus mejores hombres en aras de cualquier embeleco político…¡Usted es un embeleco político! Solo eso un embeleco- Gritó, y su grito estremeció la noche… - Salga de este silencio de piedras y espino`ecabros, vaya  donde está la gloria, el poder, la espada justiciera.
La noche repitió el eco de sus botas hasta cuando montó a caballo.
-¿Quién es usted maldita sea?
Pero ya se alejaba. Desde la boqu`e toma gritó:
-        Dígale a su conciencia, si es que la tiene, que soy el Mohán de la Peña del Tambor.
-        ¿Cómo dijo?
-        El mohán de la peña del tambor.
Por largo tiempo se oyó el mismo eco. Acostado en la hamaca, esperó el amanecer.
-        Jenaro, usted estaba de guardia anoche. ¿Quién era ese jinete?
-        No vi ningún jinete señor. Fue la noche más tranquila  en los  últimos 15 días.
-        ¿Cuánto tiempo durmió maldita sea?
-        Todo el tiempo estuve despierto, señor.
-        ¿Tampoco vio el caballo?
-        El “Siete leguas”? no señor.
-        Silvia, ¿Escuchó algún ruido anoche?
-        No señor. Nada.
En esa lucha que precede a la demencia, Rumualdo intentó descifrar lo sucedido. ¿Fue un sueño? ¿Una premonición? ¿Estaría enloqueciendo? Hay asuntos por los que es mejor no preguntar,  Se consoló pensando en los juegos de la imaginación y en las burlas de los sueños, para aliviar las penas. Solo fue un sueño, se dijo y se sumergió en un mar de preguntas.

IV.
La gloria es generosa
Cuando nos sabe muertos
Dora Castellanos.

En los altares de la vida se queman montes virginales. Este hombre acostumbrado a las derrotas y a las mieles del triunfo,  recibe la última carta de Eladio Pineda y con una expresión concluyente les dice a los 600 hombres:
-        Nos vamos a la guerra. El regreso es dudoso, pero la gloria es segura. Viva el partido liberal.
-        ¡Viva!- contestaron  en un grito que llegaba a los predios de Monte Redondo, donde esperaban otros 500 combatientes.
La carta solo decía: el miércoles 8 de octubre en Piedecuesta, sin falta.
-        Serán 8 días caminando por el monte. Lleven de comer.
Por un instante recordó la frase de Paraselso: haz todo el  bien posible pero no tengas debilidades por nadie. Debes cuidar tus energías y huir de todo sentimentalismo. ¿La guerra es un bien? ¿A quiénes beneficia? Tanto interrogante causa daño. Ante la inminencia de un inmenso colapso solo cabe no pensar y olvidar la pequeña historia del hombre.
 
La intemperancia de Uribe Uribe y la intransigencia del partido de gobierno habían sobrepasado todos los límites. Ambos bandos se aprestaban a la guerra, sin percatarse del derramamiento de sangre y Colombia, tan acostumbrada a esas contiendas, se vio incendiada por los fuegos del odio entre liberales y conservadores. Un pretexto más para la estupidez humana.

Con grandes penalidades, Rumualdo cruzó las cuestas de Molagavita y llegó a Piedecuesta, donde  se unió a las fuerzas liberales comandadas por Uribe Uribe y un tal Crisóstomo Ardila. Lo demás son recuerdos alojados en la oscuridad de la conciencia. El delirante espectáculo de  la lucha cuerpo a cuerpo, por una causa incolora, sin fronteras en el entendimiento solo causaba más y más víctimas. Fueron tres años de olvidos en la perfecta desolación de la vida. De Macaravita, fueron muchos hombres del partido conservador a ofrendar sus vidas motivados por el honor de un partido que defendía la fe y el gobierno. En las confrontaciones murieron hombres al mando de Felix Sandoval, aguerrido comandante proveniente de las hoyas de Buraga, quien a su vez recibía instrucciones del comando conservador. Muchos cayeron bajo la bayoneta de sus coterráneos al mando de Rumualdo, pero jamás lo supieron. Solo entendían que luchaban y morían por su partido y eso los conducía a la gloria, aunque los dirigentes y la historia olvidaran para siempre sus nombres. El heroísmo de Felix y su gran inteligencia lo salvaron  de la muerte muchas veces. En la batalla de Lebrija, Rumualdo y Felix se vieron obligados a luchar, pero ambos salieron ilesos porque jugaron a no hacerse nada y se limitaron a reir de semejante escaramuza.
-¿Qué hace aquí godo de mierda?
- Matando cachiporros.
- Jódase entonces porque aquí nos morimos todos
- Hasta los partidos se mueren en este campo de desgracias.
-¿Usted cree todavía en esas vainas? Vinimos aquí por gusto y por pendejos.
-Entonces lárguese que el pueblo lo necesita.
- Si salimos de esta, juro que nos volveremos a ver.

 Años después los dos recordarían esa tarde en uno de los apresamientos que los hombres de Felix, le hicieron a Rumualdo en las proximidades de Tienda Nueva y Golondrinas, al amparo de un humeante café mientras le devolvía el favor prestado de la alevosía y la intemperancia de la lucha armada en un pueblo que solo entendía de los colores azul y rojo, emblemas del más estúpido embeleco partidista.

En plena guerra de los mil días, Rumualdo se hizo a la fama por su temeridad y esa extraña forma de despreciar la vida a la hora del combate. Así llegó a ser general cuando en plena batalla de Palo Negro, Uribe Uribe,  rodeado de enemigos le gritó “Salve el flanco derecho general”. Rumuldo lo vio en medio de un círculo de machetes y cuchillos y en un acto suicida se abalanzó sobre los agresores y se batió a muerte, dejando en cada golpe su inmensa soledad de cabras y de perros. Los dos resultaron heridos pero lograron escapar con vida. Un grupo de rescatistas, se llevó a Uribe. Entonces Rumualdo le dijo: Yo no soy general comandante solo soy un estúpido  soldado.
-        Desde hoy es usted general por el resto de su vida. Gracias y viva bien. Hasta siempre Rumualdo.
-        Fue un honor, comandante.
Fue la última vez que vio a ese hombre proverbial, que hacía temblar el senado con su fogosa oratoria y desde entonces se hizo llamar general, por el resto de su vida, como se lo había dicho el comandante.

La batalla de Palo Negro, selló la suerte del partido  liberal al perder la contienda y la guerra. José Manuel Marroquín depuso a Sanclemente en la presidencia y afrontó 1.228 días de guerra, todo un reinado de sangre.  Rumualdo regresó a La Garita, con algunos  hombres  a rumiar la derrota, y la decepción de haber luchado y sufrido por nada. Y se perdió en la infinita soledad de piedras y caminos en ascensos  infernales de recuerdos y gritos de moribundos alojados en su piel en la insufrible hora del regreso. Sus heridas, los afanes, la contienda todo en la pérfida ensoñación de un pasado que incluía, la demencia, el heroísmo, el asesinato, la villanía y el honor. Todo un canto a la inagotable estulticia del hombre en busca del reconocimiento del otro so pena de matar y esclavizar. El vasallaje de la vileza. El letargo secular del abismo. La igualdad de los hombres se basa en la elección moral y esa elección estaba perdida en su caso, al menos eso pensaba ahora que debía enfrentar su propia lucha, desatar la furia contra quienes nada sabían de sus fracasos y contradicciones. Había combatido por la libertad, eso se decía en sus meditaciones, ahora combatiría por la tiranía. Pero quién juzga a quién en estos casos, ¿No es la gloria del soldado el principio de su corrupción? El desastre es una oportunidad para las más raras ambiciones. En Rumualdo se había operado ese cambio de conducta tan temido y admirado por los débiles. Ya nada sería igual. Su corazón de guerrero y su alma salvífica, tenían la terrible contradicción de la piedad y la inclemencia. Y se dejó dominar por esta última porque al fin y al cabo la debilidad sugiere el abuso y porque debía sobrevivir a ese título ostentoso de general de la guerra de los mil días. Hay hombres que luchan por un pan,  hay otros que mueren por una alabanza o por una bandera, pero por un color, ni siquiera los toros de casta.

Hay quienes trabajan por la riqueza, hay quienes  luchan por el reconocimiento y la devoción de sus seguidores. La soledad enloquece y destruye, pero sobre todo hay quienes buscan reconocimiento y este hombre tan intrépido y valiente se sometió al arbitrio de una nueva moralidad sustraída de la contienda y de tanta limitación febril de hambre, sed y sacrificio. Quiso ser el amo. Se hizo llamar general, general de la guerra de los mil días. Todos criados, guardaespaldas y peones así lo vieron, se hizo al reconocimiento y el vasallaje. Admitió la lisonja y la sonrisa barata a cambio de ese estro de admiración causado por la aureola de héroe de la guerra de Palo Negro. No supo  de sí. Se casó tan   pronto            quiso. Llenó los trapiches de  gente necesitada y comercializó la panela con arrieros que traían sal y otros víveres al regreso.




VI.
EL HOMBRE DE ÉBANO
Todo parte en forma indefectible
hacia el olvido,
llevándose hombres, historias y cosechas.

Estoy en este lugar  sin saber de dónde vengo ni qué decir. Soy sombra apenas de un pasado vivido entre relámpagos. Entre gotas de luna cayendo por las hojas de los yátagos. Soy todo y nada a la vez. Canto detenido en la penumbra del paisaje. Por mí pasaron muchas historias calladas por la furia del tiempo o por la intemperancia de los hombres. El general era todo un personaje. Sensato en el trato con los demás, sabía enfurecerse cuando algo no salía bien. Cuando llegué a la hacienda fue para pedir trabajo.
-¿Qué sabe hacer Valerio?-preguntó el general.
- Echar azadón.
-Le tengo algo mejor, desde mañana será un arriero más de la hacienda.
Arrié un recua de 30 mulas cargadas de panela, desde “Huerta Chiquita”  y “La Garita” hasta el Cocuy donde  vendíamos y luego comprábamos sal, como lo mandaba el general. Cuentas claras,       señorita Blanca, en este bolsillo las ventas de la panela, en este las compras. Ella echaba números y radiante señalaba:
-        Perfecto Valerio, las cuentas están claras.
Fui el hombre de confianza de la hacienda. Jamás hubo dudas sobre las cuentas. Gané cinco centavos en cada viaje. Nos juntábamos más de veinte arrieros de 200 mulas, era todo un acontecimiento, ver esa caravana ascendiendo por las lomas de El Espino, después por Panqueba y  en la curva del aparte para Guicán donde años después asustarían a Leví arreciábamos el paso. Ya había carretera. Una noche el hombre viajó en su Yeep rojo. Iba solo tranquilo pero al llegar a esa curva un extraño frío le recorrió el cuerpo y sin saber por qué sintió miedo. De repente vio con el rabillo del ojo una hermosa mujer vestida de blanco, sentada junto a él. Tenía el cabello largo y con el reflejo de la luz se alcanzaba a apreciar un rostro perfecto de tez blanca. Se le pusieron los pelos de punta. ¿Cómo aparecía una persona en el vehículo si no recogió a nadie en el camino? No supo cómo pudo conducir hasta el pueblo. En el colmo del terror, aceleró y al llegar al monumento de la virgen del Carmen, la mujer desapareció. Entonces detuvo el carro, extenuado por la tensión y sudoroso le agradeció a Dios y a la virgen por librarlo de esa aparición. Nunca volvió a conducir de noche. Esa curva siempre nos preocupó. Preferíamos pasarla rápido. Decían que hacía miedo, miedo de apariciones y quejidos, como del más allá, tal vez porque fue allí donde un hombre recién casado, de ahí de Panqueba,  dio muerte a su bella esposa  porque no la encontró honrada la noche de bodas y después se suicidó, eso fue en plena noche.

Al otro día los encontraron abrazados en su viaje a la eternidad. Desde entonces hace miedo ahí en esa curva, donde muchos han muerto de miedo. Campitos, el cabo Campitos, era el pendenciero del grupo. Cuando nos deteníamos a descansar, pasaba por detrás y le pegaba un garrotazo con el zurriago a cualquier arriero, normalmente a los más calmados, después emprendía la huída y todo quedaba como si nada. Una tarde, serían como la seis, hicimos la última parada en “Golondrina” y el cabito paso como de costumbre por detrás y me  pegó un garrotazo tan violento que sentí el cuerpo encalambrado. Me levanté y le grité:
-Oiga Cabito venga y me pega otro garrotazo, si es tan hombre.
Sin pensarlo dos veces se vino encima y me arrimó dos garrotazos. Me hirvió la sangre. Lo alcancé a agarrar por el cuello. Intentó darme otro garrotazo pero ya lo tenía apercollado. Soltó un berrido como de virio y me dio un puñetazo. Entonces me zafé la ruana y  saqué una navaja. Me soltó y le hice un lance que esquivó con facilidad, pero en seguida pude conectarle dos puñetazos con fuerza suficiente para derribarlo. Los demás arrieros aplaudieron.
-Aprenda a respetar, cabo. Aquí no es la milicia, dijo Ismael Carvajal, arriero del Chapetón.
-No se vuelva a meter conmigo, cabo
Se limpió la boca, escupió y se fue sin decir nada. Desde entonces no hubo garrotazos por la espalda. Después nos tocó ir a Tierra Adentro con Pánfilo Rivero, hombre valiente y de gran fortaleza. No sentía el cansancio. Contaba que en el paso por el nevado, a veces los arrieros, cometían el error de descansar o de alimentarse con arepa y guarapo en pleno nieve y morían ateridos de frío. Los encontraban sentados, con los ojos abiertos con arepa y totuma en las manos. Parecían estatuas vigilando el camino. Pánfilo, era constante. No parecía sentir el cansancio. Gastaba ocho días en ir de Macaravita a Bogotá a donde llegaba con un baúl de huevos y amasijo y regresaba como si tal. Iba a pie a Chiquiquirá con los promeseros.  Inventaba tonadas bonitas a las dulzainas que traía para regalar, con pitos, camándulas y escapularios.

El general me ayudó mucho, me prestó para los arriendos y a veces para comer. Cuando se puso la cosa fea por aquí, los liberales pasábamos con mucha precaución por el “Chapetón”, y los conservadores se cuidaban al pasar por Tienda Nueva porque en ambas partes había retenes y gente peligrosa. Un día Luis Rivero me dijo:
-Es mejor que se vaya cuñado porque lo van a matar.
Así fue como resulté en Bucaramanga, sin saber qué hacer ni de qué vivir. El día que salí del hospital a causa de una cirugía fui a  su casa. La señorita Blanca abrió la puerta.
-Siga Valerio, ¿Qué le pasa?
-Acabo de salir del hospital.
El general ordenó atención inmediata. Fui criado en la casa del general por algún tiempo, después regresé a estas tierras benditas donde Olimpo Villabona divertía a los Quiroz. Una vez en Buena Vista, rezaba con mucha devoción don Torcuato Figueroa, en un velorio,  calvo él por demás, pero como el “Patas”, Olimpo le apuntó con un “ojo de buey”, ( fruta seca redonda y muy dura) y cuando el hombre decía:
-..cuando de este mundo salga. Amen. Digan todos-en ese momento Olimpo le atinó a la calva con el ojo de buey y don Torcuato dijo:
-Digan todos… ¿Cuál hijuepuerca, me pegó?
Pero ninguno repitió semejante grosería en pleno velorio y si se oyó una gran risotada de los asistentes, encabezados por los Quiroz.
-        Olimpo, váyase al carajo. Respete, dijo uno de los Quiroz, celebrando la osadía.
Esta transparencia de vidrios y cielos azules me recuerdan el día en que Otilia, montó la mula “Ponzoña” y doña Josefa dijo desde el balcón:
-¿Qué le pasa mujer, cómo va montar ese animal tan peligroso?
Pero ella sabía cómo ganársela. Le daba su porción de panela y maíz antes de montar y el animal agradecido se comportaba con mansedumbre. A  mi me tocaba  con tapaojo y mucha alerta porque en cualquier momento alzaba las patas y al suelo sin ninguna misericordia, como le ocurrió a Melquecidec en el santuario de la Palma. Un día fui al pueblo y en la salida para “El Juncal” me salió un piquete de soldados comandados por el sargento Argemiro Dueñas.
-Baje de ese animal. Necesitamos requisarlo.
La bestia se encabritó y dio cuatro vueltas. Un soldado, creyendo tal vez que intentaba escapar se apresuró a tomar las riendas, entonces, la mula enfurecida levantó las patas traseras dando coces con tan buena fortuna que los cascos apenas rosaros los oídos del sargento quien de un salto quedó fuera de peligro
-        Si me hubiera golpeado, usted   ya estaría en  la la cárcel. Bájese de esa bestia resabiada.
No pasó a mas, pero Otilia iba y venía en la “Ponzoña” con mucha tranquilidad. Una noche bajando por el camino real de “Lom`e Gómez”, la mula se negó a caminar y por más que la arrió no quiso andar. Otilia, entonces  desmontó dispuesta a caminar, pero al mirar con la linterna observó que se había reventado la baticola. Los animales dan mensajes a los humanos difíciles de entender.

En esta soledad de piedras y de cactus, uno no sabe si está vivo o muerto,  como muchos en este mundo.¿ Las cosas suceden solo en la conciencia? ¿En realidad los objetos y los acontecimientos son apenas un engaño del cerebro? O “¿Es la vida  un sueño”? Eliseo Pita era un temible asesino, sembraba el  terror en las gentes. Ese domingo del mes de agosto, tomaba una cerveza en Tienda Nueva con su cómplice Efraín. Eliseo portaba una pistola y un revolver, Efraín una carabina punto treinta. Del Cocuy bajó  el bus a las cuatro y ahí se detuvo, en Tienda Nueva. Absalón Sierra, hombre corpulento y de gran estatura bajó del bus y pagó el pasaje. Cuando intentó avanzar hacia el corredor se vio frente a frente con Elíseo quien lo amenazó con un enorme cuchillo tres canales, apto para picar chivos y sin mediar palabra alguna le arremetió a cuchilladas hasta dejarlo muerto. El niño de apenas trece años que lo acompañaba, desenfundó un pequeño cuchillo e intentó defender a su padre, pero Eliseo con fiereza inaudita le propinó cinco cuchilladas. El niño cayó exánime encima del cadáver del padre. Eliseo respiraba con furia.
-        Viva el partido conservador.- gritó y el río se llevó  la voz y esa mortaja de vientos.
Como si nada hubiese sucedido, pasó el puente y siguió hacia la Meseta, pero en el camino antes del topón se encontró con Raymundo Pérez a quien asesinó en forma inmisericorde, sin darle tiempo a defenderse. En sus ojos ardía una terrible furia de sangre. Al llegar a la Meseta donde se celebraba un gran bazar con gallera, chicha y cerveza, incluida, este hombre del demonio agarró al primero que encontró y lo acuchilló en presencia de los aterrados fiesteros. Un borracho que venía en sentido contrario se le interpuso, pero de inmediato le hundió el cuchillo a la altura de corazón. Cayó sin vida, rebotando en la tierra. Hombres y mujeres corrían en todas direcciones presas del pánico. La  fiereza del asesino se ensaño después con  Aristóbulo Martínez, quien ofreció inútil resistencia, pues Eliseo lo persiguió a una tienda cercana donde lo alcanzó de  dos puñaladas en los hombros sin mayor gravedad, después lo llevó a empellones a la carretera y allí suplicante de rodillas le imploró
-Por Dios no me mate. Padre no me deje matar.
El padre Quintero, lívido se atrevió a interponerse:
-En nombre de Dios deténgase- y le mostró un crucifijo.
-No se meta padre que para usted también hay
Y en presencia del padre acabó a cuchilladas con el hombre y sus súplicas. Otoniel Quintana quien veía desde la tabacalera, le arrojó una piedra que dio en la espalda de Eliseo. De inmediato se oyeron varios disparos, las balas rebotaron en las piedras por donde huían Otoniel y su hijo. Nada les pasó pero el miedo fue intenso. Cuando Eliseo se dispuso a salir por el camino de “Huerta Chiquita”, el padre Quintero respiró un momento, tomó la casulla y un crucifijo y con gran solemnidad como cuando pronunciaba el ritual de la excomunión, levantó los brazos en dirección del hombre que  escumbraba a lo lejos  y grito:
-Por lo que acabas de hacer, yo te maldigo en nombre de Dios, excomulgado eres a partir de ahora y no hallarás paz por  donde vayas.
Temblando, en esa confusión entre la ira y el miedo, se derrumbó sobre un tronco, mientras le traían un vaso de agua. Por caminos y montes la gente corría huyendo de ese demonio. El doctor Medina, corría mayor peligro por su cercanía a la familia del general. Con sus dos hijas huyó como pudo y cuando creyó haber retornado  la calma regresó por el camino de la escuela, pero en la pendiente se vió de pronto con Eliseo y su cómplice quienes tomaban ese sendero para llegar a Buraga. Medina en su hora final, cerró los ojos y abrazó a las hijas, después haciendo un gran esfuerzo, simuló tranquilidad y avanzó como si nada.
-Buenas tardes señores
No hubo repuesta. Pasaron sin advertir su presencia. No lo reconocieron. Cuando los vio alejarse se desplomó  exánime, abrazó a  las pequeñas y sollozó con enormes sacudidas como si hubiera regresado de la muerte. ¿Fue providencial? Tal vez el hombre cansado de matar, se hallaba en el regreso de ese estado demencial donde la realidad vuelve a su sitio con rumores lejanos de culpa, o no le tocaba, como dicen por aquí. La ponzoña de la política, crea estas monstruosidades, degradaciones del ser humano tan propenso a la deshonra y la miseria espiritual. ¿Pero qué hace un hombre sin instrucción en medio de semejante desvarío? En estos peñascos donde  las cabras inventan caminos imposibles, el hombre es pasto de sus decepciones incluso de la decepción de la vida. Incapaz de entenderse le arrebata la vida a otros sin cargos de conciencia. La  pobreza y el abandono instruyen otras formas de conciencia. Se desmorona la virtud y se aniquila el pensamiento. Se aprende a ver el enemigo en los ojos del otro aunque viva en su propia casa y ya no hay piedad ni sobra de bondad. La guerra de los partidos ha triunfado, por encima de la humana en un desmoronamiento de pesares y amarguras sin final.

De pesares se viste la vida,
cuando tiembla una hoja
a la luz de las estrellas.
La luz y la hoja,
 un interrogante apenas.

En los espejos del agua se mueve la imagen sonora de los recuerdos. El padre Quintero, no olvidaría esa tarde cuando debió excomulgar a Eliseo y maldecirlo, le dijo: maldito serás por el resto de tu vida. En  los días siguientes el padre no conciliaba el sueño. Veía en su imaginación las imágenes de horror.

El derrotero de la palabra está escrito en forma indeleble. No hay escapatoria posible. La palabra hace su tránsito hacia la realidad convirtiendo a los seres humanos en  esclavos. Los estados de exaltación son abismos. Forma de expresión de la naturaleza  en el letargo del tiempo. Grito de los átomos pugnando por hacer tempestades donde antes hubo calma.

 La maldición del padre Quintero, mientras el hombre del puñal se perdía en la distancia, hacía hervir las aguas del río, trepaba por las cañadas con formas de huracán, subía por los peñascos amenazando la destrucción total. Entonaba himnos infernales. Desataba fuerzas poderosas incontrolables. De las nubes descendían pedregales de granizo. El cielo parpadeaba en zigzagueo de relámpagos. La tierra se estremecía desde Hilarguta hasta Buraga, en un gemido de vientos y cenizas.

A la casa de Emilio Gutiérrez llegaron cinco hombres a la una de la mañana resueltos al asalto y la matanza. Eliseo los había contactado, caminando por pedregales prehistóricos. No sabía por qué se obstinaba en crear el caos, la ruindad y el crimen. Desde aquella tarde sentía un extraño desosiego. El movimiento de las hojas por el viento en la noche le parecía un presagio. Cada rostro una sentencia. Ese sacerdote interpuesto entre su furia y la humilde sotana era el final de tanta indignación. Le parecía escuchar esa voz de trueno inaudible para su espíritu por cuanto jamás escuchó la sentencia, pero se le aproximaba con acento extraño. En las noches le parecía ver ese rostro severo y trágico a la vez. Cada murmullo del agua le producía sobresaltos. Cada trueno, cada rayo sobre las laderas de Llano Grande, le traía en forma intermitente los rostros de las víctimas. Sin entender quiso deshacerse de sí mismo una tarde, cuando la desesperación llegó al colmo y ya no quiso vivir. Por primera vez entendió el valor de la vida. Se llenó de arrepentimientos y culpas. Una tarde, sin saberlo se elevó por encima de su altivez y decidió buscar la muerte en cualquier parte, un abismo, un asalto, un duelo. Organizó la toma de… donde vivía Emilio. La noche era tibia. El rio corría manso y diáfano. La luna espléndida alumbraba desde el cielo. Los asaltantes iniciaron el fuego en rodeo estratégico. Emilio, adentro sintió que todo terminaba y resuelto empezó a disparar desde la ventana, el zarzo, la puerta, el halar de la casa. Afuera no esperaban semejante reacción. Cuando al hombre se le acababa la munición, se escuchó un estruendo y una balacera nutrida. Emilio, abrazó a su mujer y se dispuso a morir. De repente se hizo un silencio eterno para la intensidad de las emociones. Afuera, los forajidos, lo tenían todo ganado. Pronto romperían la puerta. De repente y sin saber cómo, apareció un jinete. Montaba un brioso caballo negro.
-        Su hora llegó Eliseo Pita, disparen.
Sin saber por qué, los hombres hicieron una poderosa descarga sobre la humanidad de Eliseo quien se aprestaba a romper la puerta. El jinete lanzó una bomba. Una nueva descarga destrozó el cuerpo del líder pero aún estaba vivo. El jinete entonces, enlazó el cuerpo de Eliseo, amarró el otro extremo a la silla del caballo y lo arrastró hacia El Caimito, los demás lo siguieron, olvidándose del asalto. Cerca al Caimito, el jinete desmontó. A la luz de la luna, vió el rostro desfigurado del hombre:
-        ¿Quién… es… usted?
-        La maldición del padre Quintero.
 El hombre se retorció  en terrible agonía. El  jinete entonces, disparó contra tres de los hombres y a los otros les dijo:
-Lleven a ese perro.
Eliseo murió llegando al Chapetón lanzando gritos atroces de dolor.
-        ¿Quién es usted?- preguntó asustado uno de los sobrevivientes.
-        Nunca pregunte por las cosas del más allá. Los misterios de la Peña del Tambor son así…-montó en el caballo de un salto y continuó- díganle al padre Quintero que se cumplió su maldición
Y se alejó en desenfrenado galope rumbo a Tienda Nueva. Antes del Chapetón los hombres abandonaron el cuerpo de su líder y cuando intentaron subir por las laderas hacia San Mateo, bajó una piedra grande y los arrolló hasta el río. Arriba, la Peña del Tambor se veía iluminada y más allá en la cueva del Mohán se oyó  un redoble de campanas. Nadie preguntó al siguiente dia lo sucedido. Preguntar, suele llevar a más preguntas y en estas tierras de tunos y espino`e cabros, es mejor no preguntar.
Í
Tienda Nueva, es un lugar de insólitos encuentros entre la realidad y la ficción. Muchas veces pasamos por ahí, con caravanas de mulas y al pasar por el puente hecho de tablas y cabuyas se mecía anunciando tragedias, no tan tristes como las desatadas por los humanos pero tragedia al fin y al cabo. Tienda Nueva era la vivienda de Reyes Gutiérrez, tan perseguido por enemigos seculares. Una noche precisamente iban en su búsqueda y al percatarse, huyó por el cañadulzal, pero como el resto de la familia no sabía, Alcira y Melania fueron a buscarlo por los lados de …. Al llegar a la curva fueron sorprendidas por cuatro hombres. Alcira inocente saludó:
-Buenas noches, ¿No  han…?
-¿Quiere zoco desgraciada?
Sintió algo frío a la altura del esternón. Arrojó el niño que llevaba en los bazos y lanzó un quejido agudo, después sintió otras punzada y de pronto una extraña serenidad de lejanías, una oscuridad parecida al abandono, al misere del padre Quintero en la misa matutina. Se alejó definitivamente en ese viaje sin regreso de la epopeya humana. Los asesinos lanzaron el cuerpo por encima de la cerca de alambre por la pendiente del río. Melania se tiró a la acequia del borde de la via entre  las matas de elefante, pero el niño empezó  a llorar y gatear por  el agua. Un hombre alumbró con la linterna y le disparó. El niño lanzó un alarido. La noche se perdió en el rumor del río. Cuando los hombres abandonaron el lugar, Melania recogió al niño y trepó llorando en la oscuridad, por la peña de “Las Sábilas” donde amaneció con el pequeño muerto, en una desolación indefinible. Ella contó después lo sucedido en medio del  estupor y el asombro. La estupidez humana no tiene límites, como no tienen perdón los partidos políticos que hacen ver enemigos donde no los hay.
“Entonces aprende  a odiar
Hasta quien fue su buen vecino
Todo por esos  malditos politiqueros de oficio”

Ocho días antes justo el 31 de diciembre, como lo hacía todos fines de año,  fue con sus hermanas a visitar a Zoila, clarividente de gran prestigio y famosa por la lectura del chocolate. Esa vez doña Zoila no habló del “quijareto” buen mozo o de los viajes sorpresivos, de las visitas imprevistas, o de los buenos momentos del año venidero. Se quedó mirando el fondo del pocillo y sin fruncir el ceño:
-Todo está bien Alcirita, no se preocupe.
Después le diría a uno de sus consultantes que no había visto nada en el fondo de ese pocillo. Simplemente no había futuro, pero cómo decírselo sin sembrar el desconsuelo. Ella tan acostumbrada a las buenas y a las malas noticias no se atrevía decir la verdad, desde el día en que se encontró en el camino de Huerta Chiquita a Cándida Pérez con dos preciosas niñas la una de brazos y la otra caminando y sin pensarlo, sin saber por qué le dijo:
-Lindas niñas. Lástima que ésta de brazos se le muera dentro de dos meses.
Cándida montó en cólera y le soltó toda suerte de improperios, pero a los dos meses exactos la niña  murió y Cándida culpó a la clarividente de esta desgracia hasta el fin de sus días. Desde entonces se propuso no mencionar asuntos malos. Se limitada a decir:
-Humm, aquí veo un gato… por hay algún problemita pequeño, sin importancia… todo va a salir bien, aquí aparece una buena amiga está de frente y le trae buenas noticias como de trabajo o platica. Muy bueno.
Esa tarde se limitó a decir:
-Todo bien Alcirita.
Y derivó la conversación hacia temas cotidianos, la venta de tabaco, las moliendas, las parrandas de aguinaldos. Doña Zoila tenía el donaire de una señora de alcurnia, de fina sensibilidad, y exquisita conversación. Sabía hacerse admirar por la forma de preguntar por la familia y contar anécdotas divertidas. Quería olvidar el triste episodio de su esposo enamorado de una vecina a quien convenció para pasar una noche de amor. A los tres días llegó el furioso marido de la vecina y sin mediar palabras lo apuñaleó en presencia de doña Zoila. Ella huyó entonces, y solo al cabo de tres años regresó a esa casa de ingratos recuerdos, donde vio la muerte y el amor danzando juntos la tragedia existencial.

Reyes de todos modos moriría una tarde  de septiembre a manos de Tito Puentes quien amanecería muerto en el jardín de las Eslava. Lo encontraron en cuclillas ya con rigidez cadavérica portando un enorme cuchillo y con los ojos de espanto al morir de terribles dolores escondiéndose de los agresores. Reyes, pagó con morir en forma instantánea. El padre Luis Zabala, lo mejor que le ha pasado a este pueblo celebró las exequias de los dos, y los bandos mirándose en el cementerio batiendo vientos de venganza.

Años después el asesino de Alcira, le soltó de improviso en Capitanejo esta perla al hermano:
-        Yo maté a su hermana, ¿Algún problema?
Carlos lo observó acariciando las cachas del revolver y con  mirada sentenciosa.
-Bueno, eso ya pasó, olvidémoslo.
Y abandonó la tienda donde la muerte por poco lo atalaya. Nunca se supo por qué tanto odio y tanta sangre.

Mirar el pasado es el arte asistir a la orfandad de las penas. Mi vida es la fragancia de una extraña herrumbre de pesares y alegrías. Las moliendas y las picas de tabaco, con “Pira” y todo eran de inagotable regocijo. jornadas nocturnas de vivencias asombrosas, con requinto y bandola y claro la arepa liuda con enormes tasas de aguadepanela y queso. Los músicos tocaban hasta el amanecer, como si no sintieran el cansancio, el torbellino ventiao, y la copla se escapaba al amparo de la brisa cómplice:
Cuando estaremos mijita
Como lo pies del señor,
El uno encima del otro
Y un clavito entre los dos.

Dame lo que yo te pido
Que no te pido la vida,
De la cintura pa`bajo
Y de las rodillas pa`rriba

Allá arriba en aquel alto
Canta y chifla una torcaza
Y en la tonadita dice:
Bien pendejo el que se casa.

Allá arriba en aquel alto
Canta y chifla una perdiz
Y en la tonadita dice:
Mis turmas en tu nariz.

Las coplas nos hacían reír y las mujeres celebraban en secreto la audacia de los copleros, pensando tal vez en los amores tempestuosos o en los escapes de media noche.

El primer amor que tuve
fue con una cocuyana
que me robó la confianza
y lloraba por mi ruana.

Cuál será ese cantador
que anda por las esquinas
                                   parece petaca vieja
cagada de las gallinas.

Cuál será ese cantador
que anda pu`allí, pu`allí
andáy uchále los perros
y en el culo untale ají.

Las parrandas de aguinaldo sin los cotudos de Buraga no tenían sabor. Ellos le ponían alegría y oficio a la parranda. Era de ver, los hombres con el disfraz de madama,  bailar por largo rato la danza y la trenza dirigidas por Lui Mejía en la plaza central frente al atrio del templo. Causaba admiración y júbilo tanta coordinación y tanta gracia. Música en vivo y los copleros ahí:
Jananacho y jananana
Tiene huevos la marrana
Y si la sigo tentando
Tiene pa`tu`a  la semana.

Don Policarpio Camacho
                                   tiene café y que le rinda
porque tiene sus amores
con la vieja Gumersinda

Los cotudos de Buraga
le piden a San José
que les deje el coto arriba
porque abajo se les ve.

Macaravita coto
Capitanejo caspa,
más vale tener el coto
Y no estar rasca que rasca.

Al otro lado del río
Mataron un liberal
De las tripas le sacaron
Una culebra coral.

La memoria es  una forma de recuperar el tiempo. Las parrandas de aguinaldo en Macaravita coincidían con los laberintos del corazón. Eran una forma de disfrazar las derrotas y reírnos de la vida. Por mi parte siempre les tuve el mejor disfraz a los muchachos. Les decía vengan que les tengo un disfraz para estrenar este año  en efecto, el día de la parranda llegaban temprano a la casa de 15 a 20 muchachos felices ante la expectativa de estrenar. Entonces les entregaba en una tira un montón de tizne, de pila molida y de carbón. Alistaba también unas cañabravas y ya está el disfraz, de guastútere. “Aquí está el disfraz para estrenar amigos” Los muchachos se decepcionaban un poco pero al ratico ya estaba pintados de negro, con una aureola de plumas, y  la vara, listos para salir a la parranda con la algarabía de “guastútere gustútere”. Los payasos se hacían temer y respetar con las coplas hechas para cada ocasión. Creaban una gran expectativa, por las ironías y las burlas acerca de situaciones de las gentes o detalles risibles. No obstante con mucha frecuencia, tanta alegría terminaba en tristeza causada por el asesinato de algún confeso conservador, o liberal, simplemente porque la ignorancia se viste de heroísmo a la hora de arremeter contra sus propias gentes. La desesperación de la pobreza, el sinsentido de la vida y los rústicos peñascos amenazantes, ¿propician la feroz embestida contra nosotros  mismos? Algo brillante en el fondo del alma, nos mueve a la tragedia de existir. La incapacidad para aniquilar el verdadero enemigo, nos conduce a confrontaciones irracionales y  muertes sin sentido, aunque de por sí la muerte no tiene sentido. Cada parranda terminaba en el luto de alguien. Cuando el temible sargento Cortés. Chafarote y humillante, arrastraba a hombres inermes por las calles y los llevaba a bofetadas y puntapiés, a la cárcel, nadie decía ni pío. No hubo protestas, nadie levantó la mano contra tanta injusticia. Cuando Eliseo Pita asesinó en presencia de tantos, nadie se defendió, nadie atacó, ni siquiera sobre seguro, ¿Qué aniquila el valor y siembra de miseria y cobardía al hombre? Tal vez ansiamos aniquilar el amo, el usurpador español, que vive en nuestros corazones, destruyendo a los coterráneos, creyendo ilusos que matamos desde el subconsciente, a ese enemigo invisible. Pero nos gusta el amo. Amamos la tiranía, despreciamos la cordura  la consideración. Resultamos perversos sátrapas de nuestra propia ignorancia atrapados en círculos de muerte, llamados partidos políticos. La sobrevivencia es un milagro en esas circunstancias. Las parrandas un pretexto para inventar cercos de vida y muerte en los estrados de la catástrofe humana. Casos hubo en que se casaban  apuestas acerca del número de víctimas en demostraciones vergonzosas de vileza y salvajismo.

¿De dónde vienen los presagios?
Acaso alguien se acuerde
Del misterio de ser.


Si somos algo
En la consigna de la nada
Entonces el misterio
Dejará de serlo.

Cada paso es la repetición
de otro paso
en el delirante enigma
de la nada.

VI.
El hombre es el único ser sensible que se destruye así mismo.
En estado de libertad.
B. Saint Pierre.

Rumualdo, se dedicó a ser un hacendado de tres soles. Su nieto Luis Torres lo recuerda con admiración y devoción como un hombre de carácter, capaz de vivir sin éxito, pero con el dominio total de las situaciones. Emprendió esa otra guerra llamada del corazón. se afincó en la familia, en sus gentes. Vivió como se debe en esas tierras de las laderas del sol donde el viento persigue  gavilanes y la tierra ardiente inventa cabras en los riscos. No supo cómo fue visto entre el señorío de la hacienda como un salvador en las providenciales contiendas de ese inaudible sonido abandonado por la guerra en los oídos de los combatientes. En su poderío llegó a hacerse temible,  impetuoso y hasta injusto, pero esas cosas las provoca, la depresión y la ignorancia. Y las gentes pidieron piedad, se  arrodillaron en su miseria, se arrastraron en busca de protección, en la vanidad de los sentimientos. Le otorgaron el privilegio  de sus propiedades, le sirvieron con abnegación, le entregaron su dignidad, sus soledades, sus miedos en ese tránsito increíble entre la esclavitud y la devoción. Colocaron retablos suyos en el altar de sus angustias, mientras la contienda afuera seguía, en la inquina de los partidos. Para Rumualdo el único enemigo respetable, si hay enemigos respetables, era Felix Sandoval, quien en una noche de asalto en el puente de Tienda Nueva, lo había tomado preso, pero en el camino, ordenó a los guardias dejarlo solo y él desmontó del caballo y se le entregó para que huyera.
-        Le debo una, Felix Sandoval – y partió  veloz por los trapiches y cañadulzales de Huerta Chiquita.
En otra ocasión, se enfrentaban los hombres de Rumualdo contra los de Felix arriba del puente Chiscano. El terreno y el número de combatientes le daba la ventaja a Rumualdo. Cayeron presos veinte hombres con Felix. Rumualdo, inspeccionó el lugar. Había varios heridos.
-Traigan a ese
Le llevaron a Felix, quien respiraba colérico, abatido por la derrota.
-        Tome a sus hombres y váyase.
-        No necesito su piedad.
-        Que se vaya maldita sea. No tengo alimentos para tantos y no quiero tenerlos cerca.
-         
-        Ah, esa ya es razón. Nos veremos otra vez, Rumualdo Torres, nos veremos.
-        Así será.
Y se alejaron por la hoya del río con rumbo desconocido. Los combatientes no tienen destino. Uno u otro día los hallará la muerte dispuestos y entonces no habrá regreso posible. Felix, recordaría los versos de Emilio Rico mientras encendía el fuego al amanecer en las laderas de Buraga:
Por doquiera que pasan
Dejan lianas de fuego,
Campesinos yacentes
Ya  sin grito en el eco;
Niños que ya no juegan
Y estarán siempre quietos;
Mujeres sin futuro
Con los vientres abiertos;
Y esqueletos de hogares
Que alzan su brazos negros
En inútil demanda,
De justicia, hacia el cielo…
Y las madres sin hijos…
Piensan que Dios ha muerto

Vuelve a empezar este helado rio de presagios. Somos artificios del imperio de la noche. Luciérnaga  hiperbórea  de lamentos inconfesables. Canto sin regreso  del olvido.  Había regresado por los pasadizos del tiempo a ese lugar de lejanías, donde su alma   emprendía las razones del enigma de la vida. En esa soledad de cerros y vientos milenarios los recuerdos son el pretexto para enjaezar el caballo de  la indiferencia. Ahora su vida dependía del naufragio de una estrella o del  turbio borbollón de los acontecimientos. Ardía la soledad en sus venas y se entregaba a la espera de los signos traviesos del destino. Ataba y desataba la madeja de los sueños hilando seres humanos traídos del misterio de sus pensamientos.

Sentado en  el mismo corredor donde el hombre de negro le evidenció  el futuro, sintió el paso de los recuerdos casi con remordimiento.   Confesó en la memoria de la brisa su lealtad con la aventura de vivir en el sobresalto de sus emociones. Percibió el aroma de los azahares y abrió los brazos como si quisiera hacer algún juramento y se detuvo a contemplar el parpadeo de un lucero pugnando por pasar a través de los ramajes. Su vida estremecida de zozobras parecía indagar por los recuerdos en la recurrente sinfonía de los sentimientos. Pensaba en esa tarde cuando hizo su entrada al Cocuy con su gente, luego de una lluvia de confrontaciones en las afueras de Panqueba donde dejó varios de sus hombres tendidos para siempre  con el sueño de la  libertad parpadeando en las pupilas y en los enemigos caídos en esa lucha sin sentido sustraída a la gloria de vivir sobre  una  espada. Traía en sus espaldas un morral de lamentos y un viento de olvidos en la memoria de los sobrevivientes. Se oían voces. Gritos de júbilo y él montado en su caballo “Siete Leguas”, impávido, casi ausente, distante del clamor delirante. En la plaza de armas desmontó y con un gesto puso  a sus hombres a discreción, en ese arrebato del guerrero imposible de entender y tan subyugante para las mujeres.

Cuando estuvo al frente del cabildo, cerca del pórtico de las graderías,  salió  a su encuentro Eladio Contreras.

-        Es usted muy joven para semejante prestigio.
-        La juventud muchas veces es un insulto. La derrota del enemigo, no debe atar nuestras manos. Debemos seguir adelante.
-        Cuente con nosotros. Adelante comandante.
En el gran salón se vio de pronto rodeado de rostros femeninos.
-        ¿Es esta la patria de la belleza de los ángeles?
-        Su admirable bizarría conmueve a las mujeres.

Después de un brindis, vino la cena. Los músicos tocaron la contradanza y él diestro en la batalla se aprestó a esa faena de temblores inefables en las suaves cadencias de una doncella. Familias prestantes acudían a la reunión para conocer al salvador  del Cocuy. Al intrépido hombre salido de las páginas ebúrneas de una leyenda. Sus tocas manos acostumbradas al fusil y al machete ahora estrechaban las de Lucia, la más hermosa flor salida de esas tierras donde la valeriana se esconde tras los témpanos de hielo y el colibrí recorre los jardines primorosamente cuidados en los balcones de casas coloniales. Como adivinando los pensamientos la miró a los ojos. Le pareció ver más allá de la verdad el artificio  del ensueño. Se dejó llevar de la música y de ese oleaje incandescente salido de la última sensación de bienestar. Percibió la suavidad de esa piel saturada de  pétalos y aromas subyugantes y se  dejó llevar de las sensaciones. Vislumbró allá a los lejos en las penumbras de sus sentimientos algo intenso y sobrecogedor imposible de entender. Se vio de pronto sometido a las delicias de una encantadora estrofa de amor. Al frente tenía una hermosa mujer de labios seductores, ojos inquietantes y rostro angelical. No supo de sí. Se dejó llevar de ese torrente misterioso que limpia y enloda a la vez.

-        Es usted muy bella.
-        Qué galán. ¿Cuánto tiempo estará aquí?
-        Llevo una vida azarosa. Pronto marcharemos.
-        La lucha del guerrero, claro.
La música proseguía y él se dejó llevar de las emociones  sin percatarse del tiempo. La bella Lucía lo sedujo. Cuando el mal de amor se siembra en el corazón no hay remedio posible y él tan acostumbrado  a los combates estaba siendo derrotado. Hacia la media noche quiso volver a hablar con Lucía, pero esta se hallaba en el balcón conversando animadamente  con un hombre de finos modales,  apuesta figura y encantadora sonrisa. Rumualdo se acercó,
-        Me permite señorita.
-        Lo siento estoy ocupada.
Nunca esperó semejante desplante. Todas sus derrotas juntas eran nada frente esta. Miró al interlocutor y se percató del arma en la pretina.
-        Señorita no acostumbro repetir, pero ¿Quiere usted bailar conmigo?
-        ¿No escuchó, que está ocupada? Búsquese otra- le dijo el hombre  y sacó el revólver.
Con impresionante velocidad le arrebató el arma y le propinó un puñetazo, pero el hombre se levantó con un puñal en la mano dispuesto a atacar. Rumualdo acostumbrado a ver  puñales  y armas, se aprestó a una lucha más en su vida de desarraigos y ansiedades.  Al primer lance el hombre lo alcanzó con el puñal en el hombro izquierdo.  Rumualdo, esquivó los siguientes lances. De pronto, giró sobre sí mismo, y cuando el puñal iba a hundírsele en el corazón, esquivó el movimiento y fue a clavarse en el pecho del agresor. El hombre cayó, Rumualdo se retiró respirando trabajosamente. Abandonó el lugar, en la triste desolación de la derrota y la amarga confesión del desciframiento de un destino trágico.

Ahora justo en estos corredores donde cruzan las golondrinas anunciando el invierno, los recuerdos, de súbito aparecen en la  comedia del pensamiento.

Se acordó de la pelea del “Zarco” con el “Fiestero”. Habían pasado dos meses de tregua y los hombres se mostraban ansiosos. El  les había dicho “Si nada ocurre, dentro de tres meses nos desmovilizamos”. Los días caían bajo el sopor del canto monótono de las chicharras. Algunos se dedicaban a jugar naipe y otros a trabajar en los trapiches. La vida fluía bajo una flauta de enigmáticas melodías. Pero algo se detuvo aquel día en el patio de esa casa grande, donde años después ocurrirían tragedias incontables. El “Zarco” descargó un tercio de leña y sin  mediar palabra le propinó  un violeto puñetazo al “Fiestero” quien se escupió sangre, luego sacó un puñal. Se inició así una pelea aplaudida por los demás hombres. Al fin algo los sacaba de esa monotonía desesperante. Al cabo de media hora no se habían herido, pero se arremetían violentamente. Cuando llegó Rumualdo, todos se apartaron. Los vio resueltos a matarse, de un salto se interpuso. Solo les dijo:
-¿Quieren morir?
Y les disparó sin ningún miramiento. Los dos cayeron en un derrumbamiento de cactus y piedras colosales. No se oyó  ningún grito. Nada. El aire exhalaba los últimos suspiros;  él, impetuoso y desafiante les grito:
-        ¿Alguien más quiere morir?
Alzaron los cadáveres  y se aprestaron a despedirse de dos valientes compañeros de una travesía inconclusa, evocadora de las consignas partidistas, de una ignorancia irracional. Parecía  desproporcionada semejante reacción pero él mismo se justificó al anochecer: “Tenía que hacerlo. No puedo permitir el desorden en esta gente”.

Si figura fue creciendo con la desmesura sustraída del miedo y la consigna de hacerse a la dirigencia con solvencia, y para eso no podía darse la debilidad de la piedad. Actuó con prudencia pero con firme resolución. Cuando tomaba una decisión no se detractaba así constatara una equivocación o un desastre. Jamás permitió un contradicción o un réplica. El todo poderoso había comenzado a gobernar.

Ahora era distinto había regresado de la guerra con la aureola del valiente a la dinastía de los privilegiados. Se hizo a la admiración  y a ese respeto sustraído del temor y la ignorancia. Creó en pocos meses su propio imperio y se deslizó por los abismos de la prepotencia en la solemne desdicha del poder. Creyó ver en los trabajadores un ejército de esclavos y así los tuvo en su grandeza de epitafios y agonías. Del Palmar. Hilarguta y Pajarito, llegaban recuas de mulas con grande cantidades de maíz para llenar las trojes. Los campesinos asustados de ese poderío milagroso, buscan su  divina protección y le entregaban las escrituras de sus tierras por las buenas o por las malas. Creó un reino en medio de la zozobrante sensación de una guerra declarada en una tierra inhóspita donde solo cabía pobreza y el abandono, pero como casi nadie sabía leer, este héroe monolítico era la entera salvación de quienes ostentaban con orgullo el título de liberal en medio de la confusión nacional.

El podía desatar la ira de Dios, sin pestañear y adentrarse con sus hombres en los terrenos legendarios de “El Juncal”, “La Palma” y “Buenavista”, hasta perderse en hordas  incendiarias, y majestuosas rapiñas. No tuvo piedad de quien la suplicó. Bernardo Blanco, alcalde conservador con quien trabó varias discusiones, mantenía la autoridad a fuerza de talento y claro huestes de civiles y militares equipados para la confrontación.

El general ordenó un día del mes de Junio del último año de José Vicente Çoncha, entrar al pueblo al zaqueo. Un hombre le informó a Bernardo sobre las escarnamusas en las proximidades del “Molino”, entrarían por las tierras de Arquimedes García, pero cuando se dieron cuenta ya era tarde, pues el pueblo se hallaba rodeado y sometido a la indefección. Ese día Felix Sandoval  brilló con sus huestes, pero la inteligencia de Bernardo los salvó de la catástrofe.

El general ordenó ataque total por los cuatro costados del pueblo. La victoria era segura. A lo lejos el nevado del Cocuy brillaba con inocente transparencia. En lucha cuerpo a cuerpo las huestes del general ganaron la calle real y avanzaban sobre la gran plaza de palmas milenarias. Entonces Bernardo le dijo a Félix:
-Manténgase firme en el atrio y proteja la entrada de la “La Hoyada”. Ya regreso.
- Bernardo, nos llegó la hora váyase. Yo enfrento al General.
La lucha ganó terror y muerte. El general avanzó victorioso a caballo por la calle empedrada. A machete, bayoneta y cuchillo los hombres enfrentaron la muerte en la ausencia total de la realidad y en el delirio de la pesadilla de una orgía de sangre. Bernardo, escapó con cincuenta hombres por el túnel de la sacristía de la iglesia hacia la calle del sagrado corazón, desde donde era posible el ataque  con la sorpresa de la espalda del enemigo. El atrio ardía en sangre y gritos. Los hombres de Felix, retrocedían ante la pérdida inminente de la gradería.
-Felix, entréguese, no deje matar inútilmente  sus hombres- le gritó el general
- Venga por mi general, si puede.
Enfurecido, arreció el ataque, pero Bernardo apareció con sus cincuenta hombres por la entrada de “Los Eucaliptus”, y liquidó el pleito en poco tiempo. El general se sintió acorralado y ordenó tocar retirada. El hombre del cacho sopló fuerte pero en ese instante, lo atravesó una cuchillada y murió instantáneamente. Rodeado y sin salida el general gritó:
-        Bernardo, detenga la matanza. Usted gana.
-        Desmonte general y entregue a sus hombres.
-        ¿Es usted un fantasma o qué?
-        Solo el fantasma de la revolución. Felix, encárguese del general los demás a la “guandoca”.
Felix hizo un gesto de desquite al general y le dijo:
-        Vamos general de la guerra de los mil días. Aquí vivimos mil días de sufrimiento, hambre y desolación. Todo sea por la gloria de mi partido.
-        La gloria es lo de menos, la estupidez de los partidos es la insignia de la ignorancia. Los dos lo sabemos pero seguimos peleando por esa estupidez.
-        Mientras se deciden esas pendejadas, usted me sigue general. Atenlo porque se puede escapar.
Al siguiente día Felix Sandoval, fue a la celda del general, se sentó justo al frente en silencio.
-¿Qué quiere?
- Nada. Solo conversar.
- No converso con godos.
Felix, sonrió, sacó un tabaco y le prendió muy despacio con el deleite de quien disfruta cada sensación.
-¿Es usted el hombre del tabaco? ¿Usted estuvo en mi casa? Cómo no lo maté.
- Déjese de pendejadas general. Yo no voy a las casas de los cachiporros  y menos a la suya.
- El tabaco, esa lentitud…
- Como dijo Bernardo somos fantasmas de la revolución. Solo nos queda morir de hastío o de un balazo.
- “Será nuestra venganza,
  Ser libres compañeros;
  Que más que honor y vida,
  Y que hogar y barbecho
  Vale no tener amos,
  Ser nuestros propios dueños”
-        ¿Mal poeta, ese Emilio Rico?
-        Pero dice la verdad. ¿Usted qué hace peleando por ese partido, si es un partido de opresores?
-        Somos pasto de la ignorancia, usted defiende un partido de ateos y sinvergüenzas sin agallas para ganar el poder.
-        ¿Y quién fue Sanclemente, o Rafel Reyes o su José Vicente Concha? ¿No han comprado la iglesia y la han administrado como una parcela de Dios para tratarnos de ateos y sinvergüenzas?
-        Mire general: usted y yo sabemos las escarnamusas del poder. A Dios no lo meta en este asunto porque él solo sabe qué hay en el corazón de los brutos y usted y yo somos unos brutos.
El general meditó un momento como si evocara lejanías de recuerdos o acaso la sombra de algún filósofo agazapado bajo el fragor de sus victorias, repletas de muertos y desdichas.
-        Voltaire era sabio. No admitía el idealismo como fundamento de la verdad.
-        Tampoco el racionalismo  es la salvación.
-        Maldita sea, Felix, ¿Qué hacemos los dos pensando en vainas que no nos pertenece? ¿Cuàndo nos dejarán libres?
-        Bernardo lo dirá. Por mí puede irse ya.
Pero el alcalde del pueblo se había endurecido y los dejó allí por tres meses. Un día Felix le dijo:
-        O lo deja salir, o lo saco yo.
-        ¿Asume usted las consecuencias?
-        ¿Consecuencias Bernardo?- y lo tomó por el cuello.- Ese hombre es más peligroso en la cárcel.
Momentos después, Felix le ofreció su caballo y lo acompañó a la salida de los “Eucaliptus”.
-        Hoy mismo le devuelvo el caballo. Hasta pronto Felix Sandoval.
-        Hasta pronto general.

Del alto de los rayos descendía una luz intensa como cuando en las tardes de matachines y mancaritas,  relumbraban las vestimentas de las madamas y el mundo se veía del color de la esperanza. Lo vio alejarse a galope tendido por el camino de las Señoritas Pérez y se perdió en los desfiladeros de Humaleta, rumbo a “La Garita”.

Su orgullo lastimado, tanto coraje en esa guerra prolongada y olvidada  en la memoria de los colombianos, no le permitía un momento de paz. ¿Cómo era posible que un hombre con las trazas de  Bernardo Blanco le hubiera hecho tanta resistencia y además lo llevara a la cárcel con sus hombres? Una y otra vez pensaba en esa alevosía. ¿Sus hombres habían perdido la condición?
-        Resultó más astuto de lo que pensaba.
Él, que nunca subestimó al enemigo, parecía  entender el paso el tiempo como un castigo, sin regreso posible. Pero la lucha armada contra los conservadores era  su deber, su obsesión y su despiadada mentira. Debía levantar la moral de sus hombres. Tomar decisiones certeras. Se refugió en su soledad de nieblas y misterios. Llenó de furia su corazón y en esa página secreta de la vida donde se escriben las grandes equivocaciones, pensó en la venganza como única salutación a la desgracia de perder la batalla y la dignidad. Salía a caballo de noche, buscando tal vez la muerte, pero se halló frente  a frente con el orgullo y la vanidad de  un general  de soles invisibles, y honores sin linaje, pues al fin y al cabo el linaje de la virtud no se halla en los caminos polvorientos sino en las ruinas del corazón.

Se inclinó sobre la indigna pretensión de llevar en sus hombros la insignia liberal en esos pedregales donde los turpiales tienen tronos de paja y los hombres hacen madrigueras de espinas para favorecer la vida en la dinastía de los sueños. Perdió el sosiego de  ostentar durante veinte años el  rango de general, sin  reconocimientos ni ceremonias. Los campesinos llegaban con las escrituras de las tierras y se las entregaban a cambio de la caridad de su protección o por el temor de ser expropiados cualquier día de sordidez  circunstancial.

En los momentos de apremio el hombre es pasto de la devastación espiritual y él, creyéndose dueño de la fuerza y del poder otorgado por los héroes de la guerra de lo mil días, resolvió en su corazón  la  desdicha  de la venganza.
-        ¿Torcuato, conoce usted a Bernardo Blanco?
-        En la pelea de septiembre, lo tuve muy cerca pero Felix se interpuso y por poco me mata.
Y él pesando tal vez  en la memoria de su padres o en la gloria de vencer se dejó llevar de la frase
-        Todo termina donde comienza insensatez y Bernardo Blanco es un insensato.
-        Ah, es eso. Pues dé la orden general.
-        El viernes vendrá al Palmar a una inspección ocular sobre un terreno de Felipe Torres. Usted tiene la misión  de terminar esa inspección.
-        Entiendo general. Deme cuatro hombres y todo resuelto.
-        Por algo nos dicen “Los chusmeros”.
-        ¿Cómo dijo general?
-        Nada. Solo pensaba.
Ese viernes, Bernardo se puso los zamarros, conversó más de  lo debido con su esposa. Sin saber de dónde sacó la frase y se la entregó a la esposa como una ofrenda bajo un cielo estelar
-        Amor de mi vida.- Bernardo no se daba a esas debilidades. La esposa lo miró extrañada.
-        Guarde esta bolsa, contiene unas monedas y el crucifijo de oro de mi padre. Dios la acompañe mija. Para la tarde quiero el plato de arepa liuda.
-        Bernardo. No vaya hoy.
-        Los peritos esperan. Todo está listo para la inspección. No se preocupe llevo la mejor compañía: su amor y Dios.
Justo Abel Quintero, Olimpo Villabona y Luis Evelio Cáceres, lo esperaban a caballo en la palmera de la plaza.
-        Vamos- les dijo y emprendieron el camino por la quebrada del “Mortiño”, donde José  Ramirez rompió la bandola una noche de serenata en los intervalos de de las desdichas. Después se perdieron por las lomas del “Molino”  y se  adentraron en las tierras de Ilarguta.

A las cuatro de la tarde, todo había concluido, pero Felipe insistió en un agasajo de arepa tostada  caliente de maíz con leche recién ordeñada. Todo había salido bien. Las partes conformes habían llegado a un acuerdo y Bernardo orgulloso de su misión sonreía para sus adentros como diciendo “Misión cumplida”.

Era tarde. Los cuatro jinetes iniciaron el camino de regreso espoleando los caballos. Bernardo venía en medio. Al llegar a la “palo`e leche, Bernardo vio o creyó ver una sombra escurridiza entre los matorrales pero no dijo nada. Las aguas bajaban en la mansedumbre del anochecer con un rumor de sagradas beatitudes. El sinsonte pasó en un vuelo adivinatorio entre el cielo y la sombras de la “prima noche”, como se dice por aquí. Al llegar al cruce  de la quebrada, se oyó un disparo de fusil, Bernardo le hundió las áspuelas al caballo. Se oyó un relincho. Un segundo disparo y Bernardo se desplomó por detrás de la montura  cayendo en forma estrepitosa. La penumbra de la noche se llenó de asombros y estruendos. Justo Abel y Luis, se lanzaron del caballo a salvar  a Bernardo, pero este ya había muerto de dos disparos certeros de fusil. Un intenso tiroteo los alejó del lugar de donde  escaparon en forma milagrosa. Corriendo quebrada abajo, se oía silbar las balas. De las piedras salía candela. Se perdieron por los montes del Palmar hacia Bóriga. Se desató una intensa cacería, pero la noche y la maleza los arropó en un manto de protección. No supieron cómo llegaron a Bóriga, donde esperaron el amanecer  en los gajos de un árbol de cucharo. Lo noche tiritaba de luceros y de frío.

El día llegó. En el pueblo se supo de la muerte de Bernardo Blanco, pero se ignoraba la suerte de Justo Abel, Olimpo y Luis Evelio. Cuando llegaron, algunos pensaron en sus fantasmas, otros en un milagro. Cuando contaron lo sucedido, el  pueblo se llenó de indignación y se aprestaron a una nueva confrontación. Después de las exequias, un grupo de voluntarios, se aprestó a la batalla, pero Rumualdo lo tenía todo pensado. El pueblo se vio sometido a  intenso fuego durante ocho días, al cabo de los cuales entró con sus combatientes y se adueñó del poder civil. Pero la mayor indignación fue que él, en persona, se adueñara y viviera con su gente en la casa de Bernardo Blanco, su víctima. Así por largos ocho meses, hasta cuando vendió las propiedades y abandonó el pueblo dejando,  a su gente con el dominio total de la situación. Jamás se hubiera pensado que un pueblo de tantos conservadores cayera  en semejante humillación. Pero sucedió. Muchos perdieron la vida o resultaron heridos, intentando arrebatarle la posesión, pero las huestes enemigas eran muy superiores.

-        Me voy porque quiero. No estoy acostumbrado a las derrotas. Les  dijo el día de la partida  en la plaza, y para que entiendan  quién manda en este pueblo. Díganle a Felix Sandoval que allá lo espero, si tiene agallas.
-        Oiga general, ¿Quién va a tener compasión de nosotros?
-        Nadie.
Y se marchó a caballo escoltado por veinte hombres.

La mujer, escondida detrás de una piedra arriba de “Cruz Chiquita”,  contemplaba sacudida por intesos sollozos, un crucifijo y unas monedas de oro, pero su gran recuerdo, el que le permitiría vivir por el resto de sus días fue ese “amor mío”. Las atrocidades de una guerra inventada para los pobres poblada de sufrimiento entre las extremidades de “Cruz Chiquita” y “Paloe´leche”, en el mítico pueblo de Macaravita,  en las lejanas tierras de Santander.

VI


El gobierno de Miguel Abadía Méndez, daba indicios de paz presionado tal vez por las fuerzas liberales comandadas por Holaya Herrera,  por el cansancio del poder o porque la naturaleza humana se resiste  a la rutina, aunque en la situación de miedo sembrada en los pechos de los colombianos por la violencia, no había rutina. El desmedro de la condición humana, el descenso a la vileza y la ruindad. El hombre, entonces se va volviendo del color de la desesperanza, manojo de inexactitudes, turbulencia espiritual. Todo fue volviendo a una normalidad parecida al suspenso de una ola envuelta en lejanías. Los días fueron frágiles plegarias, escombros de un lamento siempre a punto de empezar, dádivas de un viento de altivas soledades en la solemnidad de los peñas, melodías sustraídas de los acontecimientos, como  fuego sagrado, Eratos convocada por las cadencias de un poema intentando salir de las grietas de la  tierra, de esa tierra de vibraciones imposibles y arcanos descomunales.
Tras  los cerros, asoma un dejo de luz
retazo de aurora, ave ingrávida de fuego,
alguien baja por las pendientes,
buscando afanoso  libertad
envuelto en retazos de bandera.
La tierra no sabe de las palpitaciones del héroe,
no entiende de agonías.
y en esa porfía de  luz
asoman las montañas,
en el lienzo del Gran Hacedor.
Luz del amanecer,
el  día espera
detrás de una llanto de fusiles.

El pueblo se  fue desvaneciendo en la neblina de los acontecimientos, como si el viento de la ausencia, borrara para siempre lo últimos vestigios de vida. Los hombres se acostumbraron a dormir en el monte, pendientes de un rifle, o un cuchillo, cualquier cosa. La vida se perdió en el agujero del miedo. Hordas si control, arremetían de parte y parte, contra indefensos  jornaleros. Incendiaban las casas, las sementeras, todo en aras de feroces venganzas aprendidas en la oscuridad de  los partidos políticos sin saberlo habían creado en sus almas el odio asesino, capaz de arrasarlo todo, todo: la dignidad, el heroísmo, la piedad. En esa desgracia secular de 17 guerras y cuatro constituciones, el destino de un pueblo, obsedido por los chitareros, rodeado por Los Laches desde Chiscas hasta La Bricha apenas era una referencia en el mapa nacional, pero Rumualdo y la crueldad desatada por los contendientes, les dio patente  en el país de los fantasmas.

Liberales y conservadores atravesaron la línea del martirio. Indefensos y proclives a brutales asedios, se entregaron a orgiásticas tempestades de sangre, sin percatarse del rencor sembrado en esas generaciones borradas para siempre de la  historia nacional. En un pueblo sin pasado, y sin futuro obsedido por la figura insubstancial de Hernán Pérez de Estrada, el usurpador que jamás llegó a estas tierras pero alumbrado por el pabilo de la esperanza y la grandeza de España, para soñar ilusos en ese fundador invisible ignorante de la existencia de estas tierras y menos de los Chitareros caminantes descalzos, para quienes el único consuelo era el amanecer frente al nevado de vidrios azulosos, en un pueblo así, las  confrontaciones resultaban una forma de acabar con la tristeza de ese rincón tan abandonado, cuya única posibilidad de existir era la lucha armada por algo tan difícil de entender, como su propia vida.

El general, no obstante le dio paso a la memoria de olvido, y mantuvo comunicación directa con el comando nacional. Recibió órdenes directas de la presidencia para avanzar con sus hordas  sobre Capianejo, Encizo, Mirada, San Miguel, Carcasí, Málaga. Así la historia olvide, el general, les  recordaba su alevosía y su capacidad guerrera en las fronteras  del genocidio. Su contienda en Macaravita, era apenas una escaramuza para no dejar a sus hombres ociosos y  por ende incapaces para luchar cuando así lo exigieran las circunstancias. No era un pueblo para ofrecerle la resistencia necesaria  y otorgarle el privilegio de la gloria.

La avanzada sobre Capitanejo, como lo contaba Valerio, fue asunto de juegos. El general recordaría los modales de Jerónimo de Aguayo cuando le ordenó Suárez Rondón avanzar sobre la cordillera oriental en busca de poblaciones y plantíos y el traje de Bartolomé Aguilar, cuando  al llegar se sorprendieron al ver a los Chitareros cruzar el Chicamocha, por las cuerdas de fique fabricadas para entrar las provisiones de más allá del horizonte. El no creía en los conquistadores a quienes denominaba usurpadores, demonios españoles aprovechados de la ignorancia de los indígenas. A veces se preguntaba si él era algo parecido y se consolaba soñando en lo chitareros como la gloria de sus antepasados.

A punto de avanzar sobre Capitanejo, el general había esperado 18 días en las afueras. Ya no tenía provisiones pero el ejército acantonado en el pueblo, le impedían lanzar a sus hombres a una muerte segura. El mensajero y “los atalayas”, le informaron sobre un gran movimiento de tropas en las calles. Por toda respuesta, montó en caballo, hizo levantar las cinco cuadrillas, en esa planada inconquistable desde donde se divisaba el pueblo y les arengó:
-        Por el glorioso partido liberal, y por su honor, nos tomamos el pueblo esta noche.
Un grito estremecedor aturdió los montes sembrados de cactus y espinos.
-        Ustedes no conocen el miedo.
-        Nos llegó la hora, se dijo en secreto uno de los combatientes
-        General, hay mucho ejército.
-        Emigdio, usted ha sido un valiente guerrillero, ¿A qué le teme? Esta noche el triunfo será nuestro.
El calor y la inminencia del combate, puso a todos los hombres en  estado de euforia irrefrenable. A la ocho de la noche Capitanejo estaba rodeado  contra el río sin opción posible. El combate era inminente. El general ordenó tocar el cacho y la contienda comenzó  en medio de terribles grito de dolor. La tropa sorprendida ofreció escasa resistencia. Bandadas de hombres arremetían por callees y casas sembrando a su paso la muerte. Quienes pudieron escapar del combate huyeron hacia el río, y allí murieron ahogados. Hacia las dos de la mañana, el dominio era total. La contienda dejó  más de ochocientos muertos entre civiles y militares. El general se paseo en su caballo sobre un campo de muerte donde solo se oía lamentos y maldiciones. A los moribundos el general dio la orden de otorgarles la caridad del cuchillo y el machete. Así no hubo sobrevivientes. Las mujeres pasaron a ser pare de su conquista. Al amanecer abandonó el pueblo,  sin miramientos ni pesadillas. Había perdido treinta hombres pero había ganado el botín de a conquista y el honor de vasallaje. Ascendieron por “Hoya Grande”, rumbo a Buenavista y regresaron a la tierra de los arrayanes y las guayabas, donde, Pánfilo Rivero, amasaba el pan  y contaba las monedas de las desdichas entregadas por el maldito Sargento Cortés.

En medio de la refriega en el pueblo, esa noche Ovidio Leguizamón, corría presuroso a favorecer la vida por una calle próxima al parque principal. Al pasar por la casa de Isaías León, vió a la luz de la luna cómo los hombres en su desesperada huída, escapaban por los altos tejados. Le pareció normal y quiso hacer lo mismo, pero  un fuerte golpe en los hombros lo doblegó. Vio, entonces una esterilla con algo pesado dentro y se aprestó a tomarla en medio de la confusión. Corrió como pudo hacia  la Palmera y allí detrás de una piedra se propuso descansar. El amanecer lo sorprendió llegando al Chapetón  con los pies sangrantes  y la ropa hecha pedazos. Ascendió luego por Santa María y de allí a Lome´Gomez, donde finalmente se le ocurrió mirar al interior de la esterilla.  Había allí un pequeño cofre con morrocotas de oro y un pañuelo lleno de joyas. Ante semejante hallazgo desapareció el cansancio y la sed. Fue así como Ovidio, resultó de la noche a la mañana enriquecido, pero con la gran virtud de ser uno de los más respetables ciudadanos de Macaravita. No todo en la guerra es desolación.






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